Fábula. Revista literaria
Asociación Riojana de Jovenes Escritores y Artistas
ISSN: 1698-2800
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LA SEÑAL DE LOS MALPARADOS
(TRES APUNTES AL NATURAL)
Lorenzo Silva
Fábula Nº 5, p. 39-42
Leí la infortunada peripecia de Inés
en los periódicos. Inés era una prostituta
malagueña de veinticuatro años, drogadicta
que vivía rodeada de inmigrantes ilegales bajo
el puente Méndez Álvaro. Se habían
asentado allí después de que la policía
los desalojara del cercano Cerro de la Plata, para que
no entorpecieran el florecimiento de una nueva área
comercial y la construcción de un cine con pantalla
panorámica. La mujer apareció muerta una
mañana en el cercano parque de Tierno Galván,
despojada de casi todas sus ropas. Tras la primera confusión,
corrió la hipótesis de que había
sido asesinada por un cliente habitual, bajo la perturbación
que le había producido el que ella se negara
a alguna de sus solicitudes. En la televisión
habló su novio, un inmigrante gambiano. Lloraba
y aseguraba que Inés era una buena chica y que
los dos vivían felices bajo el puente y tenían
ilusiones para el futuro, como cualquiera. Varios meses
después se averiguó cómo había
sido exactamente la muerte de Inés, quien la
había matado era su proxeneta, y lo había
hecho porque ella había guardado para sí
la dosis de droga que había comprado con el dinero
obtenido en la venta de una alhaja. Una noche, poco
después, ardió el poblado entero bajo
el puente de Méndez Álvaro. El fuego se
propagó deprisa, porque las materias de que estaban
hechos los chamizos, plásticos y otros desechos
de consumo, eran altamente inflamables. Un angoleño
de cuarenta años, fugitivo de la guerra de su
país, perdió la vida. El concejal del
distrito declaró sin perder tiempo que era una
buena ocasión para limpiar aquello. Los pobladores
se resistían, reclamando su derecho a dormir
de cara a las estrellas. Se recordó el historial
de asesinatos entre los extranjeros ilegales que allí
se hacinaban, y se destacó que junto a ellos
había españoles, principalmente mujeres
y prostitutas. A todo el mundo debía llamarle
la atención que hubiera españolas revolcándose
con los negros o los moros, y por eso todos los diarios
insertaban las fotografías de aquellas mujeres
increpando a la policía, sólo cubiertas
con pantalones cortos y sostenes. Una de aquellas españolas
había sido Inés. Era malagueña,
como mi familia, y afirmaban, aunque sólo fuera
el testimonio cuestionable de aquella negada, que era
bondadosa. Me había interesado su historia por
el origen geográfico que compartíamos,
pero también por el coraje insensato de haber
querido vivir un sueño de libertad entre los
pestilentes, bajo el puente de Méndez Álvaro.
Todos se alegraron de que desapareciera el poblado,
tras el pretexto del incendio.
En el periódico,
también, me sorprendió la noticia de la
muerte del cojo Manteca, que acababa de ocurrir en alguna
ciudad de Levante. Venía reseñada con
aire más bien rutinario, como de cosa prevista.
Manteca era heroinómano y no podía esperarse
que llegase a los treinta años. El cojo se había
hecho popular unos ocho o nueve años atrás,
por su activa participación en unas algaradas
estudiantiles de ambiguo propósito que habían
servido de cobijo para actos vandálicos. El más
conspicuo de ellos terminó siendo el cojo Manteca,
que apareció en las pantallas televisivas destrozando
un reloj de la calle de Alcalá con una de las
muletas que le permitían desplazarse a pesar
de su pierna amputada. Al pairo de aquello, se le hicieron
varias entrevistas, y él contó con orgullo
su vida de desheredado, cómo había perdido
su pierna a causa de una electrocución y cómo
la habían enterrado para que le aguardase en
algún cementerio del Norte, de donde procedía.
La imagen del cojo patibulario rompiendo un reloj digital
propiedad del Ayuntamiento se repitió una y otra
vez sin que nadie acertara a adjudicarle ningún
sentido, como una especie de emblema de nada. A mí
me pareció que había una gran densidad
de significados posibles, en la figura de un mutilado
de veinte años que hacía añicos
el reloj de sus aborregados mayores, pero reconozco
que tampoco logré precisar ninguno. Mientras
leía la noticia de su final, elegí de
pronto uno de ellos: el cojo había parado un
segundo de aquel reloj, no más; y ahora caía
abatido por la suma de las horas oscuras que el mismo
reloj le había marcado luego, quizá con
el goce vengativo de estar abreviando los años
de aquel profanador. Por eso el periódico le
despachaba con una nota indiferente. Yo no le sacaba
mucho al cojo Manteca. Siempre que muere alguien próximo
a nuestra edad, morimos un poco nosotros. Por eso, aunque
a nadie le importara, demoré un recuerdo pensativo
para aquel hombre brevísimo, superado por todos,
cuando partió para reunirse con su pierna en
el olvido eterno.
También más
o menos de mi edad era mi antiguo vecino Toño,
como le llamaban su familia y sus amigos, el tercero
de los malparados de la jeringa que vino a perturbar
mi letargo de aquellos días con la aciaga enseñanza
de su derrota. De lo suyo me enteré por coincidencia
a través de un conocido común. Después
de un accidentado recorrido por centros de rehabilitación
de drogodependientes, con varios desenganches transitorios,
y por un par de iglesias de los últimos días,
con otras tantas ilusiones de resurrección, agonizaba
en algún hospital de Madrid. Tenía treinta
y cuatro años y apenas se había beneficiado
de la vida en los últimos trece. Mis relaciones
con Toño no habían sido nunca estrechas.
De niños nos separaba una enemistad acérrima,
que en honor a la verdad aumentaba él más
que yo. Se complacía en atacarme por nimiedades
y yo me veía forzado a proclamar en tono ofensivo
sus dos limitaciones físicas ostensibles: su
baja estatura y el volumen desproporcionado de su cráneo
en relación con el resto del cuerpo. Alguna vez
los intercambios de lindezas habían finalizado
en acometidas físicas, que nunca habían
tenido una definición clara a favor de uno u
otro, aunque a los puntos el triunfo debía atribuírsele
probablemente a él. Cuando cumplió quince
años se aficionó a las artes marciales
y a la musculación, y fue por aquella época
cuando nuestros contactos, hasta entonces frecuentes
aun en la hostilidad, se fueron espaciando. Acaso yo
calculara que sus nuevas dedicaciones deportivas podían
permitirle romper el empate, porque yo no hacía
ni judo ni pesas. De esos tiempos, no obstante, guardo
los recuerdos más conmovedores de Toño.
Como la vez en que se atrevió a retar, fiado
en las llaves que había aprendido o al crecido
grosor de los brazos, a cierto bestia que hasta entonces
le había humillado siempre y que volvió
a humillarle en aquella ocasión, con más
contundencia que nunca. Todavía puedo verle,
sollozando entrecortadamente después de la paliza.
Pero no todo había de ser amargo, y poco después
conocería sus mejores tardes, cuando acudía
a la discoteca del barrio con sus tejanos blancos impolutos,
ajustados a las fibrosas piernas, y la camisa de manga
corta arremangada sobre su bíceps forzudo. Aquel
ensanchamiento de todo le hacía parecer más
bajo de estatura, pero no faltaba ninguna chica a la
que le impresionaba su planta de supermán un
poco jibarizado. Por desgracia, el tiempo avanzaba,
y Toño, que no había brillado en los estudios,
se vio obligado cuando cumplió dieciocho años
a buscar un medio de subsistir. Tuvo una idea luminosa,
que prorrogó el aire romántico de sus
años dorados. Se hizo cazador paracaidista, y
había que verle cuando venía por el barrio,
cargando un petate más grande que él,
pero orgulloso dentro de su impresionante uniforme verde.
Siempre llevaba la cara echada hacia arriba, para poder
ver a pesar de llevar el filo de su boina de guerrero
temible encima de los ojos. Durante algún tiempo
no supe de él. Un día nos encontramos
en el barrio. Fue la última vez, porque yo estaba
a punto de irme del barrio para siempre. Toño
iba de civil, y había una sombra de desazón
en su gesto. Al reconocerme, me saludó efusivamente,
como si nunca hubiéramos sido enemigos. Me contó
que le habían licenciado por inutilidad física.
Se había herniado con los saltos. Ahora su futuro
era más bien negro, me dijo, sonriendo, porque
tenía veintiún años y no le dejaban
hacer lo único que había aprendido. Me
preguntó por mí y le informé que
estaba en la universidad, sin abundar en pormenores.
Toño asintió y me aseguró que siempre
había sabido que yo sacaría el cuello
del agua, porque siempre había actuado con inteligencia,
al contrario que él. Me felicitó de corazón
y me apretó la mano mirándome muy recto
a los ojos, como si adivinara que no íbamos a
hablar nunca más. De su caída, como de
sus intentos por detenerla, me fui enterando por referencia
que me fueron dando aquí y allá en los
años siguientes. Hasta aquella última
noticia, la de su rendición. Hice un esfuerzo
para representármelo de nuevo como había
sido, el figurín pulcro de las noches de discoteca
y el paracaidista altivo, y a la vez para no imaginármelo
postrado y destruido en una cama de hospital. Toño
y yo casi nunca nos habíamos querido, pero en
aquel instante final sólo podía abrigar
la creencia de que bajo su pecho desaforadamente ensanchado
por la gimnasia había latido un corazón
que no merecía tanta desdicha. Me dije que eran
tiempos difíciles, aquellos en que la gente como
Toño mordía temprano el polvo del camino
y los demás, los que quedábamos, seguíamos
andando maquinalmente, sin poder apreciar contra su
benévolo juicio, que en nuestros actos quedara
alguna inteligencia, sino sólo una conformidad
inagotable con todo lo que nos iban quitando.
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Última modificación:
19-07-2017 11:21
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