Fábula. Revista literaria
Asociación Riojana de Jovenes Escritores y Artistas
ISSN: 1698-2800
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PIEZAS DE ÉBANO (1)
Enrique Galván
Fábula Nº 10, p. 42-44
1 The Duke
Y cruzando con parsimonia
el telón oscuro y percutido de la noche, un mulato
mediano, con bigote incipiente, nariz redondeada, labios
gruesos, y ojeras de búho impenitente, hace una
sardónica y servil reverencia, en la cual se
pueden contemplar sus cabellos engominados, recuerdo
fósil del rizo, que mantiene durante unos segundos,
completamente innecesarios, antes de sentarse al piano
para percutir las teclas con maneras de Duque
De sus manos surgen sonidos
inéditos, pero que antes de ser creados ya nos
resultan familiares. Las notas, que se deslizan como
el reflejo del sol a lo largo del impávido piélago
del crepúsculo, crean perfectas ondas que acarician
la memoria de los recuerdos. De pronto brotan infinidad
de reminiscencias de hechos jamás sucedidos,
pero que, curiosamente, se incorporan a nuestra herencia
de manera irrevocable.
Preludios que nunca acabaron, porque jamás comenzaron,
sofisticadas y antiguas amantes que nunca tuvimos, paisajes
cubiertos por la mágica bruma que jamás
refrescó nuestra piel, días no vividos,
sueños no soñados, muertos no llorados
y, en fin, el peso nebuloso pero pertinaz de unas cadenas
que nunca sufrimos.
Lentamente, la sala va
cayendo en una insalvable soledad colectiva, arrastrados
todos por la drástica visión de las pinceladas
en índigo que se perfilan en el ambiente lóbrego
de la aurora, y la sublime y relapsa tristeza del blues.
Y en la exacta sombra invisible de la noche, el rugido
selvático del trombón rasga, radical,
las cortinas del humo depravado que infestan nuestros
rostros de un vaho nacarado y efímero.
Pero detrás de
ese club, sólo para ellos (¿nosotros?),
de ese tren de la A, de esa cuesta de azúcar.
De esas casas terreras, no hay nada. Nada más
que el rostro moreno, arrugado y taciturno, donde el
dolor se contrae con la fuerza del pulpo, nada más
que la garganta exangüe de la que nace, desesperada,
una semilla incierta. Sólo esa ineluctable fila
de esclavos, ensartados por eslabones imperceptibles
pero certeros, que avanza, trémula, con su paso
sincopado, entre las legamosas tinieblas del tiempo,
y su Duque mestizo, de músicas errantes, hacia
caminos desconocidos.
2 Ella in the Jam
Un marasmo de hombres
con sombrero y gesto esforzado comienza a tocar, se
encuentran en un estado de sublime excitación,
azuzados por el crepitar constante de las baterías.
Las notas se deslizan lúbricamente y los impenitentes
sopladores apuran su vida en cada uno de los sonidos
que, progresivamente, cercenan la amplitud de la noche.
En la ejecución frenética y voluptuosa
del tema, una mujer, de increíble grosor y con
maneras de ángel, se abre paso -con cadenciosos
movimientos de cadera- entre los saxos que emiten su
hálito de minotauros.
La mujer tiene un cabello
ensortijado e indómito y un rostro abombado que
le confiere a sus ojos la mínima expresión
de una línea. A medida que avanza entre las torres
humanas que la cortejan con balanceantes y graves silbidos
de metal, surge su voz, cristalina, celestial, cargada
de alacridad, que penetra el denso alud de la música,
que se repite incesante contra las esquinas del aire,
y la destruye en un solo instante con su timbre cantarino
y contagioso.
Pronto invaden la atmósfera,
percutiendo, con su ritmo incansable, las notas que
se asemejan a las incalculables gotas de un torrente.
Un torrente que repta por las piedras, se desliza, delicuescente,
por la arena y que con su fuerza, delicada y deliciosa,
amasa y arrastra todo lo que encuentra a su paso.
De repente inicia un viaje
de singladura inescrutable, susurrándole mensajes
al viento, hablando la lengua de los pájaros
e inmiscuyéndose en el abstruso sexo de los ángeles.
Realiza las más inconcebibles circunlocuciones
con el arma mágica de su garganta, subiendo por
encima de las nubes que nadie llegó a ver y bajando,
con ladridos humanos, hasta los cálidos predios
de Satanás.
Lo comprende todo, con
la sencillez de una mano que abarca sin apretar, que,
inconsciente, está hablando al mismo tiempo de
gatas que pasean por los tejados coronados de antenas,
de los orgasmos de los lagartos, de la cuchara plomiza
que se hunde en la sopa como barco sin solución,
de desatinados amores, de la felicidad como concepto
puro, del otoño en ciudades aún ignotas
y otras tantas cosas que jamás hemos pensado,
pero que se pasean bajo la piel de la memoria con colosal
libertad.
Lo hace todo en una lengua
africana e imaginaria, que debió ser inventada
para el swing ligero -como la carrera gozosa de la liebre-,
para hacer audible la voz de su conciencia. Emite sonidos
que jamás tuvieron sentido, y que nunca lo llegarán
a tener, pero que en el momento exacto de ser pronunciados
confinan con perfección arbórea lasa fronteras
del universo.
Y en el preciso segundo
que dura un suspiro, inesperadamente, concluye su interminable
perorata de intrincadas elocuencias con un apóstrofe
peyorativo y cariñoso, para después soltar
una carcajada soberbia y fascinante que parece burlarse
de los atónitos oídos que todavía
se encuentran digiriendo su dilatada dádiva.
Los músicos, exhaustos y desconcertados, ensayan
una cadencia final y observan estupefactos a aquella
mujer que se abrió paso entre ellos y que con
el canto de las sirenas homéricas ha hecho borrar
de su recuerdo un indeterminado periodo de tiempo, pero
que se antoja extensísimo, en el que han visto
pasar por el reverso de sus párpados los objetos,
personas, animales y lugares que sólo existen
en lo más evanescente de sus sueños.
Mientras tanto, la mujer
sigue riendo, con la hilaridad jocunda de su risa desbocada,
de la enorme incoherencia de todo lo que ha revelado
en su atropellado alegato, de palabras etéreas
y volátiles, que sólo ella cree entender.
3 Sonny by moonlight
Aunque no lo parezca,
ahí está disfrutando, detrás de
la protectora cortina de las tinieblas, un saxo sin
cara que frasea fluctuante sobre el vacío. Su
sonido lo ilumina una luz tenue de luna, que no da lugar
a la esperanza. El saxo suena libérrimo, proveniente
de ningún lugar, y llegando a todos los espacios
inasibles de la mente. Los labios invisibles que lo
soplan se deslizan, concupiscentes, por las más
ilusorias ideas, cobijados en su ensueño por
el encubridor y abigarrado manto nocturno. El saxo suena
como algo inevitable por debajo de los párpados
de mil rostros, que comparten un mismo sueño
al calor del aullido solitario de voz metálica
y desgarrada. Millones de ojos buscan dentro de su espejismo
el proceder vaporoso de ese eco que infesta la intimidad
de sus delirios, lo buscan como in ciego que tantea,
ignorante, en el secreto lenguaje de la noche. Pero
no lo encuentran, porque suena dentro de ellos, en las
más recónditas profundidades. Mientras
los oídos aletargados rebuscan en las espirales
imaginarias de la oscuridad él sigue sonando,
brillante y decidido, improvisando sobre el absoluto
y per fecto sigilo que convierte a la ciudad en una
nebulosa insondable y enlutada. Prosigue, con su discurrir
trágico, caminando sin camino, escudriñando
cada una de las sordas rémoras que se interponen
en su cola, surcando con la potencia impetuosa de su
bramido el hermético e inexplorable cuerpo del
silencio.
4 Jelly Roll Morton
Sin tregua, marcando
el ritmo con unos zapatos viejos de criollo, desliza
sus dedos como puntales de mantequilla, en una carrera
inexorable contra el tiempo, caminando sobre el teclado
con impúdico balanceo.
Nació al sur del
norte, donde los negros sudan algodón y donde
el Caribe se atisba como un fulgor clandestino y mordaz,
en un septiembre húmedo y remoto, de canícula
y mosquitos, del siglo anterior.
Inventó el cepillo
de púas, el jazz y otros artefactos inútiles
que constituirán, sin duda, la memoria más
fútil y nostálgica del siglo XX.
Golfeó por los
burdeles de Storyville, empapándose del sudor
pecaminoso y antiguo de las noches del Delta. Escuchó
el blues, como el lamento eterno de los que navegan
por el turbulento río de la vida. Soñó
que, abrazado por la muerte, se encaminaría entre
carabelas de salitre de vuelta hacia el Este. Y tanto
escuchó, soñó y vivió que
desde entonces, por escasos dólares y el lecho
de una madame cualquiera, se dedicó a sentarse
frente a un piano para con contar con presteza de alazán
los pormenores de su existencia.
Cada noche inventaba su
propia historia, la rescribía y la transformaba
como si del limo, que sus pulmones primero respiraron,
se tratara. La narraba con el dulce lenguaje de las
teclas, con un discurrir sincopado y libertino, orquestando
sobre el piano, percutiendo silvestremente su musa vulgar
y amena. Su vida acabó por convertirse en la
historia misma de las cavernas neorleanesas, de la brisa
tórrida que empuja los vapores silbantes y de
las madrugadas sórdidas que la oscuridad y la
memoria protegen.
Y así, marcando
sin tregua si ritmo viejo de criollo con zapatos, el
más negro de los parisienses, el más francés
de los africanos, recorta el silencio con ímpetu
salvaje, y extiende por mil teclados sureños
la incertidumbre de una leyenda cuya pieza más
mítica es su propio nombre: Jelly Roll Morton.
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Última modificación:
19-07-2017 11:21
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