Fábula. Revista literaria
Asociación Riojana de Jovenes Escritores y Artistas
ISSN: 1698-2800
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LAS GAFAS
Antonio Gómez Rufo
Fábula Nº 11, p. 6-8
Nunca había llorado así, ni siquiera
sabía que se pudiese llorar de esa forma; ni
por eso. No eran lágrimas de dolor, melancolía
o soledad, sino de vergüenza, y las lágrimas,
cuando son de vergüenza, son grandes, lentas, silenciosas
y huidizas: queman las mejillas porque hierven sobre
la sangre caliente que se asoma al rostro y a los pliegues
de las orejas, ocultándose luego porque llorar
también avergüenza. De ese modo lloraba
Rosario aquella tarde.
En Albaredos del Sil no había segunda cadena
de televisión ni era preciso aprender a leer
las horas del reloj. La aldea llegó a tener treinta
habitantes, cuando pasaban cerca las camionetas que
se llevaban el wolframio, pero ahora eran sólo
siete, contando al tonto, que no se había muerto
porque no había quien quisiera enterrarlo. Siete
almas aferradas a la ignorancia, a la superstición
y a los buenos sentimientos en una aldea que aún
figuraba en algunos mapas, que disponía de electricidad,
agua y correo mensual y también de un teléfono
en la casa de la señora Isabel, quien nunca torció
el gesto cuando se llegaban hasta su umbral y le pedían
utilizarlo. Y de un cura que pasaba los sábados,
justo antes de la hora de comer, para oficiar la misa,
para absolver los esporádicos pecados que, al
ser sorprendidos por la noche en las cercanías,
se habían quedado a pernoctar en el corazón
de algún vecino y para comer gratis en casa de
la señora Isabel, garbanzos, grelos y huevo duro
cada sábado, como si todo el año fuese
vigilia.
- Por los clavos de Cristo, doña Isabel, con
la buena caza que hay por estos campos
- rezongaba
el cura, con la boca llena, señalando el monte.
- Después hay castañas asadas, don Santiago.
Para postre.
- Sí, claro. Castañas
Y la señora Isabel se quedaba sin comprender
el mal genio del cura. Habiendo castañas
Como si fuese fiesta.
Aunque en Albaredos del Sil sólo era fiesta
el día que aparecía La Tienda o cuando
llegaba la motocicleta del cartero. La Tienda era una
furgoneta pequeña que vendía cosas de
comer y productos de limpieza y aseo en un periplo que
empezaba en Villafranca del Bierzo y terminaba en Campo
de Liebre, pasando por Arnado, Leiroso, Sanvitulo, Villarubín,
Quintela y Barjas. Una vez a la semana Ramón
entraba muy despacio en la única calle del pueblo,
cubierta de nieve, barro o polvo según la época
del año, pensando en las heridas que el viejo
empedrado provocaba en la suspensión de su camioneta
y en esquivar los baches para ahorrarse las facturas
del taller; y enseguida frenaba frente a la casa grande
de piedra, la de la señora Isabel: hacía
sonar dos veces el claxon y las mujeres salían
al reclamo mientras las gallinas, sobresaltadas, saltaban,
aspeaban y se desprendían de las plumas pequeñas,
graznando como cuervos hambrientos. La Tienda era, por
un día, el mercado más deslumbrante del
mundo. A veces, incluso, traía productos con
marcas que las mujeres conocían por haberlas
visto anunciadas en la televisión.
La motocicleta del cartero, ágil como el trote
de un potrillo, subía a la aldea una vez al mes,
mientras el pueblo no quedase incomunicado, lo que solía
suceder todos los inviernos desde San silvestre hasta
San Valentín. O los meses en que hubiese carta
para llevar, naturalmente. Pero como Rosario tenía
un hijo que un día se subió a un barco
en Villagarcía y luego decidió quedarse
a vivir en el Brasil, en Nova Iguaçu, mensualmente
recibía una carta. Es un buen hijo, le decía
siempre a la señora Isabel cuando le mostraba
el sobre vestido con los coloristas sellos brasileños.
Entonces besaba el papel, le entregaba la carta con
el cuidado con que se presta una vela encendida y se
sentaba frente a ella estirándose los bordes
de la falda, dispuesta a escuchar, con una sonrisa boba
esculpida en los labios. La señora Isabel se
sentaba también, se ponía las gafas, ajustaba
el papel a la distancia de su foco visual mientras repetía
que nunca era tarde para esforzarse en agrandar los
conocimientos y, con gran solemnidad, iniciaba la lectura.
La muerte de la señora Isabel, un martes de
junio, supuso para Rosario una gran contrariedad. Su
disgusto fue achacado por todos al enorme cariño
que siempre demostró tenerla, y así era,
pero también era cierto que, mientras las horas
del velorio, del cortejo y del largo responso en el
cementerio, a pie de sepultura, ella pensaba sobre todo
en quién iba a leerle las cartas a partir de
entonces. Dos días le duró la congoja;
otros dos la búsqueda del remedio; y al quinto,
cuando recibió una nueva carta de su hijo, creyó
encontrar la solución. Guardándose los
miedos en el pozo del escote donde mejor retumban los
ecos del amor materno, se armó de valor y aprovechó
el primer viaje de Ramón para subirse a La Tienda
y tomar el camino de Villafranca.
- Es que quiero unas gafas de leer- le dijo.
La ciudad, llena de gente y tráfico de coches,
se abalanzó sobre ella produciéndole,
de repente, un ahogo enorme, algo así como una
duda. A punto estuvo de volverse a casa, pero entonces
acarició la carta, sintió la necesidad
de conocer las palabras que su hijo había guardado
en ella y con tan grande determinación respiró
profundamente, levantó la cara y se sobrepuso.
Buscó con la mirada lo que quería, pero
no lo vio. Caminó por las calles, se sentó
en los bancos y volvió a caminar, pero no las
encontraba. Hasta que al doblar una esquina vio el escaparate.
Sonrió, se acercó para mirarlas una a
una, con la fascinación de un niño ante
un bazar, y entró en el establecimiento con la
misma mueca sonriente con que miraba los labios de la
señora Isabel cuando se disponía a leerle
una carta.
- Buenos días. ¿Puedo atenderla?
- Necesito unas gafas de leer.
- Siéntese aquí, por favor.
En la revisión sólo le encontraron un
poco de presbicia, lo normal para su edad, dijeron.
El hombre de la bata blanca puso ante ella unas bandejas
con diferentes modelos de gafas y fue mostrándoselos
después de limpiar bien los cristales con una
gamuza amarilla. Y ella, una tras otra, se las fue probando,
con el corazón acelerado, la sangre corriéndole
por las entrañas y un vuelo de libélulas
haciéndole cosquillas en el estómago.
Se las ajustaba, abría el bolso, sacaba la carta
de su hijo e intentaba leerla, pero no podía.
- Estas no me sirven.
- Pruebe a acercarse un poco el papel
- Tampoco, puedo pagar diez mil pesetas
- A ver estas otras
Pero en aquella óptica no encontró las
gafas que le permitieran leer la carta; tampoco en los
otros cuatro establecimientos que le indicaron. Al anochecer,
alquilando un taxi, volvió a Albaredos desolada,
con la carta bien guardada en el bolso, acariciándola
a cada rato y remirándola una y otra vez, buscando
el modo de descifrar aquellos dibujos de tinta que formaban
filas. Sólo habló para decir al taxista:
- Muy grande, muy grande la ciudad, pero las gafas
de Villafranca no leen.
Al día siguiente Rosario decidió ir a
Fabero, al siguiente a Cacabelos y al otro a Ponferrada.
En todas partes le mostraron diversos modelos, pero
con ninguno consiguió leer la carta. Tuvo y encontró
paciencia. Porque, aunque inicialmente unos ópticos
se mostraron más afables que otros, cuando comprendían
la angustia de la mujer dejaban de seguir buscando monturas
y la acompañaban con toda amabilidad hasta la
puerta del establecimiento.
- Hasta diez mil pesetas puedo pagar
-repetía
Rosario, camino de la salida.
- Es que nosotros no tenemos la gafa que usted necesita
-sonreían los ópticos, que no se atrevían
a decir más.
Rosario no pudo soportarlo por más tiempo. La
impaciencia y el deseo de conocer las palabras de su
hijo fueron el viento otoñal que la arrastraron
hasta la puerta de la gran casa de piedras, como hojas
picoteando los zócalos. En cuanto volvió
a Albaredos del Sil corrió a la casa de la difunta
señora Isabel, se santiguó pidiendo perdón
por el pecado de expolio que iba a cometer y forzó
la puerta; se internó hasta el dormitorio como
un ladrón a medianoche y rebuscó por el
armario y por los cajones de la cómoda las gafas
de la muerta, rezando oraciones que las meigas habían
puesto en la punta de su lengua para que no hubiera
sido enterrada con ellas. Luego buscó en la cocina
y en el aparador del salón hasta que, por fin,
sobre la mesa camilla, encontró la caja de la
costura y, en su interior, las gafas de leer.
Su visión le alteró la respiración
y le oprimió el pecho. Tocarlas era como profanar
un sagrario, pero finalmente sus dedos temblorosos se
atrevieron a rozarlas primero y a asirlas después,
depositándolas con mimo en la palma de la mano.
Entonces Rosario se sentó junto al balcón,
en el sillón de orejas, ante la mesa camilla
y sacó la carta del bolso. Se puso las gafas,
después de abrir las patillas con el cuidado
con el que se lavan las piernas de un bebé, y
se acercó el sobre a los ojos.
Y fue entonces, en aquel preciso instante, cuando lo
comprendió. Qué vergüenza. Qué
inmensa vergüenza. Levantó la cabeza, respiró
profundamente, miró el final de la aldea, donde
el cielo y la tierra empezaban a difuminarse en un juego
de rojos y amarillos infernales y, sin darse cuenta,
mojó las mejillas con unas lágrimas lentas
y silenciosas que le fueron quemando la piel.
Nunca había llorado así, ni siquiera
sabía que se pudiese llorar de esa forma; ni
por eso.
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Última modificación:
19-07-2017 11:21
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