Fábula. Revista literaria
Asociación Riojana de Jovenes Escritores y Artistas
ISSN: 1698-2800
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LA POLCA
Fernando Sáez Aldana
Fábula Nº 13, p. 6-11
Irresistible y arrolladora,
incontenible y eufórica, superficial, alegra
y optimista: tal es una buena polca. Tal debía
de ser el carácter de Rufina Olivares, Zoraida,
o la Polca desde que un corredor de comercio de Tarragona,
sesentón e inflado de cuartos, exquisito en gustos
y maneras y wagneriano irredento, fornicó por
vez primera con ella en un burdel del Paralelo, inmediatamente
después de aistir a una memorable representación
de El Oro del Rin en el Gran Teatro del Liceo.
Rufina Olivares, en horas de trabajo Zoraida, tenía
diecisiete años cuando los treinta supervivientes
que todavía quedaban en Castilviejo, provincia
de Jaén, decidieron echarle el candado al pueblo
y emigrar en un mismo vagón del tren correo a
Santa Coloma de Gramanet. Después de tres días
y medio de penosa travesía alcanzaron la tierra
prometida llevándose consigo la historia y la
memoria cívica y religiosa de la estirpe: el
registro municipal, las fes de vida y bautismo y el
archivo parroquial. Nueve arrobas en total de amarillentos
papelajos apretujados en maletas desvencijadas y mal
cerradas. El arca de la alianza de un pueblo dejado
de la mano de Dios y del brazo de los hombres, crónicamente
enfermo de renuncia y abandono, agonizante de ausencias
y olvidos, apuntillado por la pertinaz sequía
y, a la postre, muerto de hambre.
Eres como una polca,
Zoraida mía, había bautizado con sus babas
a Rufina Olivares el entregado corredor de comercio
segundos antes de verterse en el concurrido interior
de la que, con el tiempo, llegaría a ser su putilla
favorita. Lo hizo con la música triunfal de la
Entrada de los Dioses en el Walhalla como decorado
musical de sus fantasías, mientras Rufina Olivares,
entre risotadas fingidas, columpiaba su pelvis en el
aire frenéticamente, empapada de un sudor pegajoso
y con olor a linimento. La muchacha, de belleza nazarí
(flaca de carnes, estrecha de ancas, cabello largo,
endrino y crespo, piel renegrida y unos ojos que eran
olivas negras incrustadas en blanquísima almendra)
se empleaba a fondo con los clientes como ninguna otra
en el prostíbulo. En la cama se comportaba como
si de veras le fuese algo en ello. Impulsaba su vientre
con los salvajes vaivenes de una odalisca, resollaba
en falso con la desesperación de una corredora
de maratón a punto de alcanzar la meta y se retorcía
como una lagartija bajo el peso de la media docena de
cuerpos que cada jornada laboral se restregaban zafiamente
contra el suyo.Pero Zoraida, antaño Rufina Olivares
y después y para siempre la Polca, fingía
y odiaba. Fingía que se entregaba y odiaba a
todos sus clientes con el mismo odio que sentía
hacia Santa Coloma, el burdel, el Paralelo, Barcelona
entera. Los aborrecía a todos, jóvenes
o viejos, ricos o pobres, feos o guapos, conocidos o
extraños, padre, hermanos
Detestaba tanto
a los hombres que soñaba con escapar algún
día de aquella puta vida de puta de la mano de
alguno de ellos para instalare en su mundo, exprimirle
el jugo como a un limón y, en el momento preciso,
destrozarlo. De ahí su simulado entusiasmo en
cada servicio, su empeño en hacer méritos
brincando sobre el catre, irresistible y arrolladora,
con aliento y nerviosa de piernas, como si bailara una
polca. Y al final, invariablemente, les soltaba a los
clientes: anda guapo, llévame contigo, sácame
de aquí, quién te lo va a hacer como yo,
a que no. Durante días, semanas, meses y años
duró la misma invitación a legiones enteras
de corredores de comercio, congresistas, feriantes,
marineros, viajantes, políticos regionales, militares
y artesanos. Algunos reaccionaban con espanto, otros
suspirando de resignación y los menos insultándola.
Hasta que picó uno.
Se llamaba Román
Montenegro y era oriundo de Vinuesa, provincia de Soria.
Siendo un niño su padre se pegó un escopetazo
en el garganchón después de mandar por
delante a su mujer y a un cuñado para que fuesen
indicándole el camino del infierno, por causa
de un viejo pleito de lindes y pinos. Recogido y criado
por un hermano del parricida que era boticario en Soria
y tenía buen corazón, Román aprendió
el oficio de su tío a la vez que le auxiliaba
como mancebo. De manera que cuando marchó a Valladolid
para estudiar la carrera de Farmacia ya era un experto
en la preparación de los más variados
específicos, pócimas y mejunjes, y no
había fórmula magistral que se le resistiera,
por difícil o caprichos a que fuese la prescripción
del médico. Cuando regresó definitivamente
a Soria cargado de matrículas y con el título
de licenciado bajo el brazo, Román Montenegro,
el empollón de la clase, sabía lo mismo
de botica y era igual de virgen que antes de empezar
la carrera. Durante los cinco años que duró
su licenciatura no conoció más mujeres
que la patrona de la pensión, la profesora de
botánica y las dos únicas señoritas
de su promoción, las cuales llegaron a diplomarse
sin catar varón que las catara. Extremadamente
tímido y aparentemente imposibilitado para el
escarceo con individuos del sexo opuesto, el licenciado
Montenegro sucedió y enterró a su tío
sin haber dispensado a ninguna mujer otra cosa que recetas
y con un mostrador de por medio. Pero todo cambió
cuando un grupo de antiguos compañeros de la
facultad le convencieron para acudir con ellos a la
importante feria que la industria farmacéutica
celebraba por primavera en Barcelona. Una vez allí
los más golfos se lo llevaron de putas al Paralelo,
donde Román Montenegro mordió hasta el
hilo el anzuelo que una chica llamada Zoraida pero más
conocida como la Polca le puso delante de las babas.
Después de arrancarle su virginidad tumbándolo
desnudo sobre la cama y encargándose luego de
todo lo demás vino el ofrecimiento ritual, anda,
guapo, llévame contigo, quién te lo va
a hacer mejor que yo.
-Nadie, señorita,
se lo aseguro a usted.
Y se la llevó a
Soria.
La presencia en la pequeña
capital castellana de Rufina Olivares, señora
de Montenegro, causó el mismo impacto que hubiera
producido un desfile de majorettes irrumpiendo en la
nave central de la basílica de San Pedro durante
la sesión plenaria de un concilio ecuménico.
A los dos días de su llegada no había
chisme, comadreo o conversación en toda Soria
que no versara acerca de su atrevida indumentaria, sus
modos descarados, su explosivo maquillaje o su extremado
vicio de fumar. Por su parte la flamante esposa del
boticario parecía disfrutar tanto escandalizando
sorianas como ruborizando sorianos. A ellas las insultaba
llamándolas espantapájaros, rancias, brujas,
estrechas, beatas y cosas peores cada vez que las sorprendía
murmurando en corrillos y voz baja en la carnicería,
en la Alameda, la peluquería o a la salida de
misa. A ellos los escarnecía adivinándoles
sus penurias sexuales con aquellos pellejos cada vez
que osaba entremeterse en sus tascas en busca de un
par de buenos lingotazos de coñá. A pesar
de todo, la curtida sociedad soriana terminó
aceptando el desorden derivado de su inevitable existencia
con la misma resignación con que soportan el
viento helado que desde las cumbres de Urbión
o del Moncayo bajaba cada mañana a abofetear
sus rostros durante casi nueve meses al año.
Además, recién tomada la posesión
del apellido, de la casa y de la hacienda del boticario,
Rufina Olivares de Montenegro comenzó a dejarse
en las tiendas de la ciudad la totalidad del dinero
que entraba en la farmacia y algunas semanas hasta más.
En pocos meses se convirtió en la principal cliente
de los mejores comercios de ropa, complementos, joyería
y perfumería de Soria. Las propietarias de los
establecimientos, encantadas con su insaciable cliente,
se dedicaron a propagar a los cuatro vientos el inmejorable
gusto de la señora de Montenegro. Que por algo
había vivido tantos años en Barcelona
y que, siendo como era tan exigente y conocedora, no
necesitaba salir de Soria para ir siempre impecablemente
puesta y permanentemente arreglada, como hacían
otras con menos posibilidades y peor clase.
Los buenos amigos del
farmacéutico, entre tanto, trataron infructuosamente
de abrirle los ojos, con más tacto que crudeza:
-Román, deberías
estar menos pendiente de la farmacia y más de
tu mujer, mira que sale mucho sola
En lugar de advertirle:
-Ojo con esa lagarta,
Román, que anda guiñando el ojo por los
bares y como re descuides te va a dejar sin blanca.
Pero lo único
que consiguieron con tanta habladuría tanta maledicencia
fue colmar el generoso vaso de su paciencia. El día
que dio positiva la prueba del embarazo de la Polca,
el boticario les reprochó amargamente su incapacidad
para comprender que Rufina no sólo le hacía
hombre cada noche sino que, para colmo de su dicha,
se disponía a hacerle también padre, y
los echó para siempre de la rebotica. De manera
que tras nueve meses de incesantes compras, el niño
tomó posesión de la mayor y mejor canastilla
que jamás se había preparado en la provincia
de Soria. Días más tarde fue solemnemente
bautizado en la iglesia de Santo Domingo con el mismo
nombre que su felicísimo padre. El hijo Román
Montenegro y Rufina Olivares se reveló enseguida
como una criatura afecta de una congénita dificultad
para vivir, pues comía poco, crecía despacio,
no despabilaba y la mayoría de las noches devolvía,
tosía o tiritaba.
-Anda, Román, que
tú sabes lo que hay que darle.
Y el boticario de levantaba a la hora que fuese para
ponerle el termómetro al niño, darle el
jarabe o aplicarle la cataplasma. Los primeros años
el pequeño lo aceptaba todo como un bendito,
pero con el uso de razón cogió la costumbre
de obligar a su padre a probar primero todas las pócimas
que le ofrecía.
-Toma, pequeño,
mira qué bien huele, mejor sabrá
-Tú primero, papa
-contestaba siempre el niño.
Y el boticario, enternecido
por su frentecita caliente, sus papitos enrojecidos
y sus ojazos de oliva negra incrustada en almendra blanca,
se tomaba la cucharada por no comérselo entero
a él, pues el asco del jarabe le quitaba las
ganas. Luego lo dormía a cuentos y a besos y
cuando volvía a la cama y ya el niño no
tosía, Román se sentía como un
rey y le decía a su mujer a la oreja, Polca,
el niño ya no tose, tranquila. Pero ella, mientras
tanto, jadeaba una respiración acelerada por
el sueño que siempre soñaba: su paroxístico
desvirgamiento, atenazada entre el corpachón
de su primo Manuel y el tronco retorcido de un olivo
centenario a la sombra de Castilviejo cuando sólo
tenía trece años. El primer arrebato amoroso
auténtico de su vida, y el último también.
Al cabo de una noche
más perdida en el balcón con el niño
sentado sobre sus piernas para que alentara el aire
fresco mientras le entretenía sorprendiéndole
con el nombre de las estrellas, Román Montenegro
se despertó pasadas las nueve. Saltó de
la cama y bajó a abrir la farmacia ciñéndose
apresuradamente el batín por la escalera que
comunicaba negocio y vivienda, cuando sorprendió
a su mujer algo más que coqueteando con un viajante
de ortopedia. Cruelmente herido paro más indignado
todavía, el boticario ahuyentó al representante
hasta la misma calle y de vuelta a la trastienda suplicó
entre sollozos a su esposa que no volviese a hacerle
una cosa así nunca más, por el amor de
Dios y la salud del niño. Ante la evidencia de
que acababa de llegar el momento que algún día
tendría que llegar, la Polca estalló entonces
en una sarta de insultos y corrosivo reproches hilvanados
con ordinarias risotadas. Al fin le vomitó toda
la verdad, lo bragazas que era, y lo mandria, y que,
para que se enterara de una vez, se había tirado
a la práctica totalidad de los representantes
y viajantes que llevaban la parte de Soria, porque con
la mierda que él sacaba vendiendo supositorios
y bragueros no le llegaba para ir como la señora
que era, que estaba harta de él, que ya no lo
aguantaba ni un día más y que, en consecuencia,
lo abandonaba. De nada sirvieron las humillantes peticiones
de perdón que Román tuvo que arrastrar
por el suelo para evitar que la madre de su hijo cumpliera
su amenaza y les dejara. Aquella misma tarde, Rufina
Olivares, la Polca o Zoraida, hizo las maletas apresuradamente,
arramblando cualquier objeto de valor que hallaba en
casa, aun los que jamás le habían pertenecido.
A continuación llamó a un taxi y minutos
después salía de la pequeña capital
de provincia por la carretera de Madrid tan impetuosamente
como había entrado siete años antes.
Los días que siguieron
a la marcha de su mujer los pasó el desafortunado
boticario aguardando inútilmente su regreso con
los brazos abiertos. Pero transcurridas ya dos semanas
sin noticias no le quedó otro remedio que aceptar
con amargura la veracidad de las amenazas con que la
Polca le había asaeteado sin piedad aquella fatídica
mañana en la rebotica. A excepción de
unas pocas, todas las demás señoras de
Soria -las que no regentaban joyería, salón
de belleza o boutique- engordaron de satisfacción
por la espantada de Rufina Olivares. Sólo la
compasión que sentían por el "inocente
angelito" impedía que la sensación
de alivio que se respiraba en cada corrillo callejero,
cada tertulia de café o cada salida de misa fuese
completa. Con el paso de los días, el pequeño
dejó de atormentar a su padre preguntándole
dónde estaba su mama. Dentro de lo malo, Román
Montenegro tuvo la suerte de encontrar una mujer viuda,
prudente, bondadosa y limpia como una patena, que se
ocupó de la casa y que desde el primer día
se encariñó con el niño casi tanto
como éste con ella.
La vida siguió
y parecía que el boticario había superado
el golpe dando todo por bueno a cambio de ver cómo
el niño -su estímulo, su consuelo y su
razón de ser- salía adelante. Hasta que,
cierta infausta mañana, recibió el correo
de siempre -propaganda de leches casi maternas, catálogos
de prótesis y las últimas novedades en
milagrosos crecepelos- envenenado con dos fatídicas
cartas. Primero abrió la del banco, en la que
el director de la sucursal con la que Farmacia y Droguería
Montenegro había trabajado toda la vida le advertía
de que su cuenta corriente estaba en descubierto en
varios miles de euros, ya que los últimos cheques
librados con la firma de su esposa habían sido
satisfechos a pesar de no disponer de fondos en consideración
a su reconocido prestigio. Por todo ello, se le instaba
a presentarse en el banco a la mayor brevedad posible
para subsanar voluntariamente las deficiencias aludidas,
sin perjuicio de las acciones legales que se emprenderían
inmediatamente en caso de no hacerlo. Sin embargo, el
segundo mazazo, infinitamente más fuerte que
el primero, era una citación del Juzgado de Instrucción
nº 1 de Soria para que compareciera al día
siguiente a una hora determinada. Asunto: reclamación
de la custodia de Román Montenegro
Olivares por la madre del menor.
Dejando a un lado el descubierto bancario, los cheques,
el embargo y la ruina que le amenazaban pero que poco
le importaban en comparación, Román Montenegro
se horrorizó ante las pretensiones de la Polca.
La sola idea de perder al pequeño le partía
el corazón, pero inmediatamente le vino a la
cabeza la sórdida historia de hijos de prostitutas
explotados como niños mendigos en la calle de
la capital que había visto en la televisión
y se horrorizó imaginando a su pequeño
echado por los suelos, sucio, malnutrido y muerto de
sueño, arrancándoles monedas a los transeúntes
a cambio de una tos infinita y una frentecita ardiendo.
Presa del pánico hizo de tripas corazón
y telefoneó a uno de sus antiguos amigos para
hacerle una angustiada consulta de urgencia en nombre
de su vieja y de ningún modo acabada amistad.
La primera impresión del abogado, que siempre
es la que vale, fue sombría y desesperanzadora.
-Prepárate a sufrir,
Román, con la ley que tenemos, la madre tiene
todas las de quedarse con él
sí,
amigo, incluso una madre como ésta, lo siento,
los siento de veras, y en cuanto a lo del banco
El boticario no soportó
más y colgó sin darle siquiera las gracias,
mudo de congoja, sordo de espanto y ciego de rabia.
Todo había terminado. Echó la reja a la
farmacia, se echó a la calle, cruzó la
ciudad sin devolver un saludo y se apartó en
el soto del río como un animal herido de muerte.
Durante horas sollozó, imploró y desesperó
hasta que el manantial de su desdicha se agotó
y emprendió el regreso a casa bajo el helado
resplandor del crepúsculo. Aquella misma noche,
en cuanto se marchó la criada luego de darle
la cena al niño y acostarlo, Román Montenegro
bajó a la rebotica con idea de preparar una infusión.
Con la mirada perdida y sin saber muy bien por qué
lo hacía, como si obedeciera una orden interna
más poderosa que su voluntad, puso el agua a
calentar y comenzó a destapar uno a uno todos
los frascos de hierbas medicinales y aromáticas
que encontraba. Cuando el agua alcanzó el grado
justo de ebullición arrojó al recipiente
una pizca de melisa y de cicuta, otra de manzanilla
y dulcamara, otro poco de saúco y de cicuta y
de violeta, y mejorana, y una brizna de romero y de
cicuta, ajenjo, artemisa, y añadió más
cicuta y más saúco, y un poquito más
de mejorana y de melisa, y de cicuta. Todavía
puso algo de borraja e hisopo, un último pellizco
de cicuta y, para amargarla, como el frasquito de salvia
estaba vacío, el infeliz vertió en él
un torrente de lágrimas. Cuando el brebaje estuvo
a punto lo coló, llenó un buen vaso, subió
al cuarto del niño y lo despertó sin miramiento,
tómate esto pequeño, mira qué bien
huele, mejor sabrá, le dijo sujetando con mano
temblorosa su cabecita de rizos azabachados.
-¿Por qué,
papa?, hoy no me pasa nada- respondió entre sueños
el niño mientras se incorporaba.
-Sí, hijo, hoy
nos pasa a los dos, toma, bebe, anda.
-Tú primero, papa.
-Claro, mi niño,
yo primero
El padre se tragó
la mitad del potingue y le dio el resto al pequeño.
A duras penas, entre la bruma que ya comenzaba a colarse
por la salida del mundo, pudo ver cómo el par
de olivillas negras incrustadas en blanquísima
almendra se encerraban para siempre en sus cascaritas
forradas de tez renegrida. Y entonces, poco antes de
perder la conciencia, Román Montenegro creyó
escuchar, distorsionados y remotos, los ecos de una
polca, irresistible y arrolladora.
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19-07-2017 11:21
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