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TRES CUENTOS DE LA CALLE REAL: TITO
Ignacio Sanz

Fábula Nº 14, p. 27

Aquel día fatídico, como siempre, salí a comprar el periódico a media mañana. De pronto, en la Calle Real me quedé paralizado: frente a mí, lo distinguí enseguida, venía Monterroso, Augusto Monterroso, el gran Tito Monterroso. No lo conocía personalmente pero no había duda, no podía haber duda: el célebre metro y medio de su estatura, su mismo rostro orlado por una serenidad balsámica tantas veces reproducido por revistas y periódicos, sus gafas enormes de concha enmarcando unos ojos chicos y vivaces de zorro viejo. ¿Pero qué hacía Monterroso paseando de incógnito por la calle Real de Segovia, sin Bárbara, sin el dinosaurio y a tantísimos kilómetros de distancia? Me quedé quieto, pegado al suelo y lo vi pasar delante de mí, como si una mano invisible lo fuera deslizando, pero la timidez me venció y no fui capaz de abordarle. Luego, todavía incrédulo, le seguí con la vista hasta que su cuerpo quedó confundido por un tropel de gente. Tonto de mí, me reproché de inmediato, tenía que haberle saludado.
Cuando me repuse de la impresión seguí hasta el quiosco y compré el periódico, luego entré a tomar café. Como siempre lo abrí por las páginas de Cultura. Y, de nuevo, quedé anonadado. No era posible, no podía ser, pero allí estaba la noticia a la que seguían dos páginas de comentarios escritos con toda urgencia por admiradores y amigos que le rendían homenaje tras su muerte repentina, la tarde anterior, en México.