Fábula. Revista literaria
Asociación Riojana de Jovenes Escritores y Artistas
ISSN: 1698-2800
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NOCHES DE PALACIO
Javier Jiménez López
Fábula Nº 15, p. 44-47
Cada edificio antiguo
es un edificio con historia, con un suceso o un recuerdo
que se ha cincelado en él, forjando su alma,
el alma del pretérito. Algunas de estas historias
no se olvidarán nunca, aunque otras deberían
poder olvidarse para siempre. El edificio de la Merced
no escapa a esa pauta, y sus muros bicentenarios conservan
indelebles algunos hechos que se grabaron a fuego en
él. Entre sus piedras de sillería y las
balconadas de barrotes paralelos se vivieron realidades
que fueron silencias por sus inquilinos, en un fútil
intento de conservar la dignidad o de lapidar las vergüenzas
de sus actos. Hasta mí llegó una de esas
historias, transmitida de generación en generación,
en una especie de herencia soterrada, silenciosa e infame.
Me la contó mi padre, y a él se la contó
su padre, que a su vez se la había oído
contar a su padre. Por cierto, dejad que me presente:
mi nombre es Óscar Fernández de Covarrubias,
tataranieto del marqués de Covarrubias y primer
inquilino de la casa-palacio de La Merced.
Los pasillos de la casa-palacio
de La Merced se veían cada noche santificados
con el paso de los pies desnudos de la marquesa, mi
tatarabuela. Sin prenda alguna que cubriera sus carnes
blancas, sin pudor (supongo que el pudor quedaría
adormilado junto con su conciencia, todavía yacente
en el lecho), y con un solo candelabro de dos brazos
asido por sus inocentes manos de virgen dormida, el
cuerpo de mi tatarabuela, a punto de abandonar la juventud,
se deslizaba por las frías losas de la alcoba
marital, hasta zambullirse en el dédalo de corredores
alargados y estancias infinitas que formaban la casona.
Parecía un fantasma, blanca y aureolada por el
titilar de las dos velas como dos cuernos, profanando
penitente habitaciones simétricas o casi iguales,
que despierta siquiera hubiera pensado recorrer; parecía
un fantasma, con los ojos cerrados y los pechos abiertos,
eso sí, un fantasma de belleza entreverada de
madurez temprana o juventud tardía, con voluptuosidades
de diosa griega o campesina pícara. Las primeras
veces, muy propio de él y de su carácter
distraído, el señor marqués no
se percató de las fugas o senderismo noctámbulos
de su esposa, inmerso siempre en el agotamiento que
le producían las largas sesiones de juegos castrenses
con el general Espartero, o indiferente a los problemas
oníricos de la consorte. Una noche de verano
castizo, con la luna en cuarto menguante (nada de luna
llena que pudiese servir, como en los cuentos de viejas,
como excusa o exculpación), quizá sintiendo
el tálamo frío de su marcial marido, o
quizá notando el agobio caliente de su presencia
tan desacostumbrada por las largas campañas de
excursiones soldadescas, mi tatarabuela inició
su ritual de nocturnidades sin alevosía, de misas
sin eucaristía ni religión y de caminares
rituales inevitables.
Abandonaba la alcoba en
plena noche, siempre con puntualidad de reloj o de mala
noticia, a las once, con las campanadas de la torre
de Santa María de la Redonda. Tal vez fuese ese
sonido el percutor del encantamiento diario (o nocturno,
diríamos con mayor corrección lingüística);
tal vez fuese su tañer el conjuro nunca brujo
que la hacía ponerse en pie, desnuda y blanca,
asir con su mano izquierda (en brujería o sueños
no se entiende de formalismos protocolarios o políticos)
el candelabro con dos brazos (con sus dos velas como
dos cuernos), y deslizarse en los conocidos corredores;
tal vez fuese ése el disparador de sus viajes
cercanos. Fuera como fuere, sin demora alguna, la señora
marquesa acudía presta y puntual a su cita con
las conocidas galerías, escoltada por la pinacoteca
de rostros de la genealogía pretérita
y noble del marqués de Covarrubias. Los retratos
hieráticos y de ojos vacíos (los retratos
pintados por estajistas del óleo siempre son
difamados por ojos vacíos, rúbrica de
su inoperancia artística) parecían inmunes
a la libidinosidad de las carnes aún firmes de
la marquesa. Aquellos familiares lejanos, pintados para
el recuerdo o para mitificar sus vidas poco míticas,
disfrutaban de un espectáculo lujurioso supuestamente
reservado en exclusividad para el marqués. Sin
embargo, ni la gratuidad del evento ni la edad de la
exhibicionista (demasiado joven para aquellos aristócratas
que llevaban décadas o incluso siglos abonando
las tierras de sus descendientes) surtían el
efecto que en cualquier otro hombre hubieran producido.
Parecían sufrir de la misma impotencia de la
que adolecía el marqués, con el gravamen
de que él no había muerto todavía
(o por lo menos sólo lo había hecho su
virilidad).
Recorrido el safari de
cuadros memorativos, la sonámbula tropezaba con
el flirteo coqueto de las escalinatas que, desde su
postura exhibicionista, incitaban tanto a acometer su
ascenso, hacia las habitaciones del servicio e invitados
(el marqués, en una de sus múltiples manías,
había desterrado al resto de los humanos que
pudiesen poblar su casa a otros pisos, dejándole
inmerso en la soledad de la primera planta con una única
sala habitada), o su descenso, hacia el recibidor y
los salones protocolarios. Aunque según se cuenta
los caminantes nocturnos tienen querencias y acostumbran
a realizar siempre el mismo trazado, con la señora
marquesa no se podía intuir nunca la dirección
que escogería. O por lo menos no al principio.
Sus divagaciones por las
diferentes salas y corredores del palacio carecían
de pautas fijas, exceptuando el horario impertérrito
y la desnudez iluminada exclusivamente por el titilar
de dos velas como dos cuernos. Inicialmente parecían
ser los amplios salones del piso inferior los que atraían
las escapadas del lecho marital; sin embargo, tras alguno
de esos viajes oníricos, mi tatarabuela adquirió
la costumbre permanente por el resto de sus días
de visitar la planta superior, tal vez por una tendencia
freudiana de saberse por encima del marqués.
Alguna de esas noches,
el marqués debió despertarse y percibir
la ausencia extraña de su esposa. Alertó
a su mayordomo, un joven educado que entró al
servicio del marqués tras el óbito de
su padre, anterior mayordomo también del marqués.
El joven mayordomo enseguida logró localizar
a la señora en una de las habitaciones del piso
superior. La tapó con un chal que apenas conseguía
ocultar sus senos, dejando al descubierto el vello intonso
de su pubis y sus pechos blancos y abiertos, y recondujo
sus paseos sonámbulos hacia la alcoba del marqués.
Discreción y que
cerrase las balconadas (ojos de la casa a la calle pero
también de la calle hacia adentro de la casa)
pidió el señor marqués a su joven
sirviente. Las apariencias lo eran todo para mi tatarabuelo,
empecinado en mantener la imagen virtual de militar
que controla cada parcela o regimiento de su existencia.
Su obsesión de buena apariencia venía
producida a la vez por el reconocimiento de su debilidad
marital (siempre fue un calzonazos, por muy viril y
marcial que tratara de mostrarse a la soldadesca) como
por la sapiencia de que, de publicitarse los deambulares
nocturnos de su esposa, se convertiría en el
hazmerreír de la comunidad castrense. Por supuesto,
el joven mayordomo asumió el encargo con sumisión
y humildad, como si además de mayordomo fuese
uno de los soldados rasos a los que el señor
marqués acostumbraba a dar órdenes. El
atento joven, además de acatar, se permitió
la arriesgada licencia de asesorar al marqués:
-Señor marqués,
cuente conmigo para lo que precise- dijo disciplinado-,
pero no despierte a su señora. Se cuenta que
si se despierta a un sonámbulo, se produce una
experiencia traumática y éste puede perder
la cabeza.
El marqués aceptó de buen grado el consejo
de su sirviente y convino que, cada vez que notase la
ausencia de la marquesa, tocaría la campanilla
de su dormitorio para que el joven mayordomo procediese
a localizarla en el dédalo de habitaciones y
pisos de la casa y a devolverla a sus aposentos.
Y así se inició
una sinfonía de campanilleos metódicos,
constantes en las alevosas noches de la casa-palacio
de La merced, que obligaban al joven mayordomo a derivar
el rumbo de los pasos descalzos de la marquesa, hacia
el tálamo del consorte del cual huía al
aproximarse cada medianoche. Algunas noches el marqués
dormía plácido y profundo, evitándole
el incordio al joven; otras, la mayoría, el frío
vacío dejado por su esposa en el lecho enturbiaba
su descanso y le granjeaba un tic nervioso con la campanilla
que cesaba en el mismo instante en el que la señora
entraba de nuevo en la alcoba, cubierta únicamente
con el chal que el joven le proporcionaba, sin lograr
ocultar el vello intonso de su pubis ni sus pechos blancos
y abiertos, iluminados por el titilar de dos velas como
dos cuernos. Quedó perpetuado un ritual apócrifo,
como de secta de templarios o costumbres de tonto del
pueblo, que duraría hasta la extrema ancianidad
de la marquesa.
El mayordomo, haciendo
gala de infinita docilidad y lealtad hacia quien le
proporcionaba sustento, aceptaba sin refunfuños
su tarea de guía nocturno y salvaguarda de la
discreción y decoro de los acontecimientos sonámbulos.
Por continuados que fuesen los intempestivos requerimientos
del marqués, por molestas que resultasen sus
llamadas, acataba los designios con aplomo y frialdad
de soldado, de uno de esos soldados a los que el marqués
acostumbraba a mandar, y precisión de reloj (curiosamente
siempre sabía dónde localizar a la señora).
Las veladas sin sueño minaban las fuerzas del
joven mayordomo, y le granjeaban unas ojeras que, a
causa de la reincidencia diaria, terminaron por formar
parte indeleble de la arquitectura de su rostro. Las
mañanas se eternizaban para el pobre joven, noctámbulo
por obligación, pero que, sin embargo, padecía
con cierto deleite sádico, casi devoto. Incomprensiblemente
para el marqués, el mayordomo no sólo
no protestaba sino que se personaba frente a su puerta
con una sonrisa entre maliciosa y satisfecha (sonrisa
que el marqués atribuía inocente al trabajo
bien hecho) cada vez que devolvía a su cama a
la señora marquesa. El marqués de Covarrubias
agradecía los servicios impagables del mayordomo.
Llegó a tomarle sincero cariño al joven,
e incluso le hizo partícipe en su testamento.
Por cierto, mi tatarabuela jamás fue sonámbula,
sino más bien todo lo contrario, demasiado despierta.
Pero el marqués, con dos cuernos como dos velas,
nunca lo supo. El mayordomo, sin embargo, estuvo al
corriente desde el principio. Caray con mi tatarabuelo,
el mayordomo.
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Última modificación:
19-07-2017 11:21
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