Fábula. Revista literaria
Asociación Riojana de Jovenes Escritores y Artistas
ISSN: 1698-2800
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EL CORAZÓN DE LA MANZANA
Gonzalo Calcedo Juanes
Fábula Nº 16, p. 26-35
Sandra decidió
prescindir de Horatio esa noche. Horatio no era un gato
al que se cierra la puerta del patio trasero, por ejemplo,
sino un atemperado ejemplar de hombre adulto. Yacía
ahora a su lado, boca arriba, con los brazos extendidos
a lo largo del cuerpo, las piernas separadas, cada pie
un encapuchado inclinado hacia un punto de fuga de la
habitación. Llevaban juntos dos años y
el cuerpo y la mente de Sandra habían dicho "¡basta!"
al unísono.
Sandra contemplaba a Horatio
bajo la claridad aterciopelada de la lamparilla. La
pantalla, con forma de pagoda, estaba decorada con guarismos
orientales; una de las vertientes del tejado se veía
deteriorada y maltrecha a causa de un accidente doméstico.
La luz anaranjada creaba la ficción de un pequeño
crepúsculo. Incluso acostado, el estómago
de Horatio no encontraba espacio para desparramarse
y crecía hacia el techo, anómalo y vivo.
Era profesor de ciencias naturales en un instituto,
ella nunca recordaba cual, como si limitando sus conocimientos
sobre los aledaños de Horatio (amigos, parentela,
horarios, aficiones, necesidades, maldades, marca de
coche) le resultase más fácil abandonarle.
Así había sido. Chasqueó la lengua
y el pastel familiar de hermanas y hermanos, padres
ancianos y reuniones de Navidad precipitadamente compartidas
se deshizo en su boca. Estaba revenido. Horatio respiraba
despacio, permitiéndole espaciar sus pensamientos.
Estaba tan gordo porque apenas hacía ejercicio.
No se desplazaba. Eran sus alumnos los que capturaban
ranas y sapos y traían los especímenes
a su mesa, para ser catalogados. Un reino peculiar y
trascendente, un nuevo orden. Él debería
cuidarse, según los análisis de la revisión
anual para el personal docente: glucosa en sangre, exceso
de peso. El exceso era visible, la glucosa una fantasía
dulce.
- Si sigo engordando,
dejarás de mirarme.
- No me importa que estés
gordo. Bueno, gordo no. Ligeramente obeso.
- Gracias por matizarlo.
- No mires de ese modo
la mermelada.
- Sólo estaba fijándome
en como la luz atraviesa todas esas capas de gelatina.
Es una refracción curiosa. Parece ámbar,
pero no es sólido.
- Yo no veo nada. Mermelada,
quizás. ¿Es mermelada, cariño?
- De naranja amarga. Comprada
en "Trazzio".
- ¿La tienda de
exquisiteces de la esquina?
- Las mejores mermeladas
del mundo en permanente exposición.
- Deberías hacerte
un análisis de sangre diario. Te ayudaría
a razonar.
- Para eso te tengo a
ti.
- No te fíes.
La luz de la lamparilla oscilaba, como si la corriente
eléctrica fuese vieja y jadeara. Al principio,
Sandra había mirado con fijeza la bombilla, el
filamento, su conjunción ardiente, sin oxígeno,
conjurándolos, temiendo que de un momento a otro
se produjese un sobresalto definitivo del suministro,
pero ya se había acostumbrado a esos titubeos.
Hacía calor. En septiembre nunca hacía
tanto calor.
-Una vez nevó en
septiembre. Un amigo mío, aficionado a la meteorología,
guardó un puñado de nieve en un tarro
de cristal y lo trajo al laboratorio. Estuvo escondido
en el refrigerador durante semanas. Había briznas
de césped entre la nieve.
-¿De su jardín?
- Supongo.
- ¿Cuándo
va a dejar de hacer éste calor?
- Nunca. Moriremos deshidratados.
- Amén.
La tormenta había
cesado, pero la humedad volvía pesadas las sábanas.
Sandra pedaleó a cámara lenta hasta destapar
sus piernas. Miró el vientre de Horatio, el vello
oscuro que se arremolinaba en torno al ombligo, como
si la oquedad fuera un sumidero, una fuerza centrífuga.
Introdujo dentro un dedo y el hombre se estremeció,
abanicó el aire enranciado con su brazo remo
(la varita de incienso había dejado de arder
días atrás) y cambió de postura.
Dijo algo entre dientes. Sandra miró el despertador,
apostado como un tutor de un solo ojo en la otra mesilla.
Las cinco y media. Apenas había dormido por culpa
de su decisión. Por culpa de su querido profesor.
En la cocina encontró
algo que comer. Asado frío con salsa de zanahorias.
La rebanada de carne era tan delgada que parecía
una membrana expuesta a la luz del fluorescente; el
cartílago semejaba una ramificación nerviosa.
La salsa coagulada apenas goteaba. Los cubiertos, en
cambio, estaban helados. Comió la mitad. Después
mordisqueó una manzana y salió con ella
al porche, en ropa interior. Tiró del elástico
de sus bragas permitiendo a la carne enrojecida, macerada,
un respiro. Había muebles baratos, de plástico,
profusamente ornamentados por colonias de mohos y líquenes
que, desde la deteriorada tarima, ascendían por
sus patas. El jardín rezumaba agua de lluvia,
incapaz de tragar más, solitarios charcos en
los que se reflejaban porciones de cielo. Vio claros
entre las nubes, estrellas incómodas por su papel
de testigos aquella noche; una luna enflaquecida y macilenta,
anciana, saludó desde su altar y dio paso a un
episodio de nubosidad permanente, tal como repetía
el hombre del tiempo. Cuando mordía la manzana
se escuchaba un chasquido de rama rota, como si alguien
se acercase, pero todo eso ocurría en su boca,
en sus encías. Sandra, al contrario que Horatio,
había perdido peso durante este tiempo y al morder
su mandíbula se dibujaba en su rostro, poderosa,
masculina. El pelo corto siempre le había favorecido,
pero endurecía su aspecto, como si su enfado
brotara en el exterior y creciera hacia dentro; a la
mayoría de las personas que ella conocía
les sucedía lo contrario: el malhumor caldeaba
sus cuerpos desde un núcleo de órganos
vitales y luego escapaba entre los labios en forma de
réplicas aceradas e insultos.
- No sé, deberías
dejártelo crecer un poco.
- Me molesta largo, mamá.
Me da calor.
- ¿Lo llevas corto
por Horatio?
- Me gusta llevarlo corto,
mamá. Creo que siempre lo he llevado así.
Es cómodo.
- ¿Comes lo suficiente?
- Devoro la comida.
- ¿Vomitas después?
- Me niego a responder.
- Soy tu madre, cariño.
- No vomito, mamá.
¿Es verdad que de pequeña pesabas mis
heces?
- Ahora soy yo la que
no va a responderte, niña tonta. ¿Por
qué quieres saberlo?
- Simple curiosidad.
Enseguida tuvo frío,
pero siguió sentada en la silla de plástico,
balanceándose, notando como las patas traseras
soportaban el peso y se curvaban, dos arcos en tensión;
sostenía entre dos dedos el corazón mordisqueado
de la manzana. Al rato volvió sobre sus pasos,
se deshizo de la manzana (¿Por qué el
cubo de la basura estaba vacío? ¿Su amor
ni siquiera era capaz de producir desperdicios?) y fue
al lavabo que habían instalado aquel mismo verano
bajo el hueco de la escalera, su primer proyecto de
reforma juntos, una tímida alianza de revoque
y ladrillos. Sandra cerró la puerta. El espacio
era reducido, no habían instalado las previstas
baldas de cristal y algunos frasquitos de colonia y
el papel higiénico conjuraban la mala suerte
de un salto suicida desde el borde del lavabo. Del techo
aún pendía una bombilla raquítica
porque no se habían puesto de acuerdo acerca
del aplique: ella prefería algo japonés,
limpio y escueto; Horatio había pensado en una
profusión de pequeños focos.
- Como un camerino de
actriz.
- No soy ninguna zorra
de tres al cuarto.
- No he querido decir
eso.
- Ese cuarto de baño
es tan diminuto que los focos te quemarían la
piel. Sería como estar dentro de un horno. Te
cocinarías a ti mismo a la hora del afeitado.
- No lo había pensado.
Sandra se miró
en el espejo que dominaba la pared sobre el lavabo,
en un vano intento por contrariar las leyes matemáticas
del espacio y duplicarlo. Las juntas de los azulejos
eran perfectas y blancas. No sucedía lo mismo
en el resto de la casa, una construcción antigua,
incómoda, que algunos turistas fotografiaban
desde la acera, imaginando que allí había
vivido algún poeta famoso o un científico
con manchas de yema de huevo en su bata de trabajo.
La gran buhardilla era la coartada que tenía
la casa para sentirse importante, distinguida. Pero
sólo era una casa vieja, comprada a través
de una amistad en una subasta bancaria (representaba,
en cierta manera, la memoria arruinada de una familia)
y Sandra, antes de conocer a Horatio, había pensado
a menudo en venderla, confiando en que en vez de derribarla
la convertirían en un hotelito. Para no sentirse
absolutamente miserable.
Orinó sosteniéndose
la barbilla entre las manos, cada codo encajado en una
rodilla, los pies firmemente posados sobre las ocho
baldosas que componían el suelo. ¿Tan
difícil resultaba entrar en la habitación,
despertarle y decirle, vete, ya no te quiero?
- Estás loca por
mí, lo siento aquí dentro.
- Dices muchas tonterías.
- Tengo experiencia.
- Oh, el casanova de la
clase de ciencias ha vuelto. Conduce y calla.
- Mis alumnos me quieren
más desde que salgo contigo.
- Querrás decir
que te aprecian más. Yo nunca quise a ningún
profesor. Y no me refiero a enamoramientos.
- ¿A qué
te refieres?
- Ya lo he dicho. Apreciar
a alguien. Nada más.
- En mi caso es diferente.
Les gustas.
- No me conocen.
- He querido decir que
sé que les gustarías.
- No me gustan las personas
que hablan y conducen a la vez.
- Por Dios, eso es un
hecho absolutamente natural.
- Conduce y calla.
Vació la cisterna,
se lavó las manos (notaba el tacto pegajoso de
la manzana) y abrió la puerta sin evitar un pequeño
estrépito, confiando en que la conjunción
de ruidos le despertasen y allanaran el camino. Pero
al asomarse al hueco de la escalera y escuchar no oyó
nada. Seguía dormido. Subió los escalones
uno a uno, procurando no tentar más a la suerte.
Acababa de otorgarse un nuevo aplazamiento. Cada tabla
un crujido diferente, una sentencia, una fábula,
una paradoja. Sandra haz esto, Sandra haz lo otro.
Tengo una tienda donde
se enmarcan cuadros, pensó, pero no hay ningún
cuadro en esta casa. Cuadros caseros, pintados por madres
desocupadas que siguen cursos de pintura por correo,
cuadros de niños, con las huellas de sus manos
embarulladas entre personajes con cabeza enorme y miembros
de palo, pinturas en tela, en madera, en corcho. La
inmortalidad en un rectángulo, la trascendencia
colgada de la pared.
Giró el pomo de
la puerta. La lamparilla seguía encendida. Horatio
yacía de costado, la grasa de su cintura abolsada,
el pecho raquítico, huidizo, escapando de ese
volumen opresor. Sandra se sentó adrede en el
borde de la cama. Grandullón, pensó. Ella
se subía encima de él a horcajadas durante
su sexo seguro y rápido, una cópula de
insecto. Horatio se explaya después de hacerlo
así y pedir perdón. Los Simbius alectorum,
una clase de saltamontes, también lo hacían
de ese modo: el macho era enorme y pasivo y la hembra
diminuta y laboriosa. Ella gobernaba la situación
y él era absolutamente inane y torpe.
- Tendrás que perdonarme,
soy algo patoso.
- Eres un eyaculador precoz.
- No lo digas así,
por favor. Me ofendes. Son los nervios.
- El sexo no es tan importante.
- ¿No?
- La gente tiene que quererse
un poco. Eso mejora las cosas.
- Me dejas confundido.
Voy a dedicarle más tiempo a los ratones blancos
del laboratorio. Se aparean continuamente.
- ¿No separáis
las hembras de los machos?
- Eso es un divertimento.
No es ciencia. Pero le encanta a los chicos.
- Puede que me apetezca
otra vez. Dejaré a un lado eso de quererse un
poco.
- Dame un respiro. Por
favor.
- ¿Diez minutos?
- ¿Veinte?
- Vaya negociación.
Voy a la ducha.
Horatio despegó
los labios; su respiración se trocó en
estertor. Masculló algo. Sandra le acarició
el rostro con las yemas de los dedos, cada dedo el itinerario
de una mosca. Horatio, le llamó sin mover los
labios apenas, sin llegar a pronunciar su nombre. Pronto
sería invierno y el coloso de la clase de ciencias
desplazaría su culta mole hasta un autobús
escolar y por primera vez en mucho tiempo, acompañaría
a sus alumnos a la excursión de otoño:
recolectar hojas, ramitas, musgos, larvas, huevos, crisálidas,
nidos ensalivados, putrefacción.
Sandra miró de
reojo el reloj, su aliado. Había transcurrido
un cuarto de hora, una porción de tiempo exacta,
poco emocional. Fin del aplazamiento. Llevaba horas
en vela por algo. Estaba preparada, lista, y como si
fuese a dirigirse a toda su familia durante la reunión
del día de Año Nuevo, haciendo acto público
de contrición (ante el regocijo de su hermana
pequeña y la angustia de sus padres), para comunicarles
su embarazo, el deseo de irse de casa, la compra de
otra lavadora o que había decidido casarse con
su nuevo novio, un piloto de avionetas fumigadoras,
carraspeó. La tosecilla se propagó enferma
por la casa. Horatio se movió. Iba a decírselo.
Si se despertaba, se lo diría automáticamente:
el mecanismo se había puesto en funcionamiento
y ya no se podía parar. Cariño, tengo
algo que decirte, puntos suspensivos.
Horatio se giró
hacia el otro lado, el brazo extendido, como buscándola.
Entonces se despertó. Abrió un ojo, luego
el otro, enfocó ambos. Ella seguía sentada
en el borde de la cama.
- ¿Qué hora
es?
- Casi las seis.
- ¿Por qué
demonios tienes que madrugar tanto?
- Tenía hambre.
- Ven aquí.
- No quiero volver a acostarme.
- Ven aquí.
Sandra obedeció.
Se acurrucó junto al gigante, se dejó
arropar.
- ¿Me estabas mirando?
- No te estaba mirando.
- Vamos, era como si mirases
una radiografía. Me di cuenta. ¿Qué
veías? ¿Hablaba en voz alta? En mi familia
hay toda una tradición de parlanchines sonámbulos.
- Estabas dormido. Y mudo.
No has podido darte cuenta.
- Noté que me mirabas.
Como un escozor. Aquí, y allí. Por todas
partes.
- Bueno, sí, te
estaba mirando. Pensaba.
- ¿Y en qué
pensabas?
- Secreto de sumario.
Te lo diré a la hora del desayuno.
- A la hora del desayuno
tenemos mucha prisa. Siempre llegamos tarde.
- Entonces te lo diré
otro día.
- Ahora.
- Otro día. El
jueves, por ejemplo. Eso es...
- Pasado mañana.
- Pasado mañana,
perfecto. ¿Te viene bien el jueves?
- Me viene bien, supongo.
¿Qué vas a decirme el jueves?
Sandra se rió.
Una de sus trampas verbales, una suave telaraña
de palabras. Al principio le había gustado por
eso. Era sencillamente gracioso. Y no estaba tan gordo
entonces. Pero por qué pensaba que la sustancia
de su amor, de su enamoramiento, se había convertido
en grasa fermentada. Respiró hondo. Tenía
treinta y siete años, treinta y ocho el mes que
viene. No era ninguna niña, pero ya estaba pensando
en un recambio, en parchear su corazón, en remendar
las suturas que permaneciesen abiertas tras extirpar
a Horatio de su piel. Ojalá él no siguiese
preguntándole.
La abrazó sobresaltándola,
como si leyese su pensamiento y pretendiera aturdirla
con los modales de un enamorado variopinto y pasional.
- Déjame, me das
calor.
- De acuerdo. Tu mitad
de la cama y la mía. Ese es el trato de hoy:
"Mantente alejado".
- Perfecto. No lo olvides.
"Mantente alejado".
- Lo tendré presente.
Sandra esperó;
tenía que suceder algo. La casa bostezaba, se
desperezaba como un anciano senil. Horatio aniñó
el tono de su voz:
- ¿Harás
una visita a mi lado antes de volver a levantarte?
- Creo que hoy no.
- Suspenderé injustamente
a algún alumno si no lo haces.
- Me importan un bledo
tus alumnos.
Horatio no replicó.
Sandra supuso que volvería a quedarse dormido
(tenía esa facilidad, el poder de conciliar el
sueño en segundos, en un sofá ajeno, en
una silla, en una biblioteca, durante una recepción,
como un muerto viviente, o en el asiento de un vagón
de tren), pero no fue así. Ella tampoco pudo.
Había apagado la lamparilla de un manotazo y
la luz que entraba en el dormitorio, cuadriculada por
la persiana, era la del alumbrado público, media
docena de farolas, en su tramo de avenida, que imitaban
a vetustos fanales de gas y en opinión de la
chica de una agencia inmobiliaria con la que Sandra
había charlado en varias ocasiones, "convenían"
a la casa, realzaban su planta señorial, su clase.
- Si me das tiempo encontraré
un comprador apropiado.
- No sé. Hoy pienso
en venderla, mañana probablemente no.
- Las casas como la tuya
son difíciles. Especiales.
- Vivir en una casa especial
tiene su encanto, no lo niego, pero prefiero traspasar
ese derecho. ¿Qué tal una semana?
- Es poco tiempo.
- ¿Dos?
- Un mes mínimo.
- Charlaremos de otra
cosa, terminaremos nuestras copas y nos despediremos.
¿Qué te parece?
- No me has dado ni una
sóla oportunidad.
- Te la estoy dando, preciosa.
¿Sales con alguien?
- Con un chico de la agencia.
- Valiente estupidez.
A las siete y media en
punto las farolas se apagaron, como bailarinas que se
repliegan para saludar al público desde un escenario,
y la penumbra se enquistó en el dormitorio, se
hizo tan vieja y descascarillada como aquel hogar. Sandra
tenía los ojos abiertos. Le oyó moverse;
se estaba levantando, buscaba sus babuchas de Sultán
de Esquiletia, su trasnochado batín de raso,
colgado del respaldo de una silla. Tropezó con
algo al salir: su portafolios de piel vuelta, engordado
por la cincuentena larga de exámenes que tenía
que juzgar. Se disculpó. Vagabundeó por
el pasillo y más tarde le oyó entrar al
cuarto de baño. Silbaba, así que dedujo
que, a pesar de sus amenazas, de su rencor, de su desaliento,
de la cuarentena que afectaba a sus cuerpos y sus ideas
y sus corazones, esa mañana perdonaría
a sus alumnos y redimiría sus almas. Ellos no
tenían la culpa.
- ¿Horatio?
Corría el agua en la ducha.
- ¿Horatio?
No la oía. Era
mejor así. Se lo habría dicho en ese preciso
momento.
- Cariño, ya no
te quiero.
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