Fábula. Revista literaria
Asociación Riojana de Jovenes Escritores y Artistas
ISSN: 1698-2800
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Sumarios
ELENA JIMÉNEZ
Enrique Álvarez
Fábula Nº 16, p, 38-46
Un caballero culto, formal,
de mediana estatura, sin problemas económicos,
deseaba relacionarse con señoritas de 25 a 40
años, de agradable presencia, sensibles y afectuosas,
para fines serios. Braulio J. A. Madrid.
Braulio recibió
nueve cartas, cuatro de ellas sin fotografía,
que desechó. Estudió minuciosamente las
cinco restantes y eligió a la más guapa
(que le enviaba dos fotos): Elena Jiménez, de
Valladolid. Soy tímida, alta, delgada, un poco
miope, treinta y tres años, me encantan los niños.
Así respondió
Braulio: Me gusta tu aspecto, tu aire de intelectual,
¿eres feminista?, ¿trabajas? Cuéntamelo
todo. Yo estoy soltero, poseo una céntrica freiduría
que hasta el presente me ha robado mucho tiempo, pero
ya es hora de decir basta. Me encantaría que
desde ahora el tiempo me lo robases tú.
Respuesta de Elena Jiménez:
No sabes cuánto agradezco lo que me dices. De
todos modos, que quede claro que no es el dinero lo
que me importa ni lo que busco. Mi posición económica
también es muy desahogada. Papá es Juez
de Distrito y yo soy administrativa. En cuanto a lo
de intelectual, no me tengo por ello, aunque la lectura
siempre ha estado entre mis pasiones. Feminista tampoco
soy, al menos de las que rechazan al hombre. ¿Tus
padres viven?
Contestación de
Braulio a vuelta de correo: Pues claro que viven mis
padres, no tengas miedo. Mucho me ha divertido esa forma
tuya sutil de preguntarme la edad. Aún soy muy
joven. Mi padre cumplió los setenta y mi madre
sesenta y cuatro. Por lo demás, observo que escribes
muy bien. Agradezco en el alma que no seas feminista.
Las feministas olvidan algo esencial: que la Historia
la hacen los hombres y a los hombres los hacen las mujeres.
Cada uno en su papel, ¿no te parece? Siempre
hay una gran mujer detrás de cada gran hombre.
Pero no pienses que soy un machista. Si tuviera a la
mujer por una esclava, ¿no sería lógico
que me hubiera casado hace ya mucho? Ahí te mando
mi fotografía. Al verla, supongo que quitarás
la sospecha de que si no te la envié a la primera
es porque soy un hombre muy feo. Como verás,
no estoy mal. ¿Qué edad exacta me calculas?
Elena, ¿qué te parece si vamos pensando
ya en vernos un día? ¿Qué te parece
quedar un domingo a comer y pasar el día en un
pueblo equidistante, por ejemplo en Olmedo? Elena, qué
nombre tan hermoso. Siento ya que tu nombre es mi nombre.
Sin embargo, esta vez
Elena Jiménez no respondió. ¿Acaso
por lo de quedar ya en Olmedo? ¿Acaso por la
fotografía? ¿Acaso por su frase sobre
la Historia y los hombres?
Muy sorprendido y disgustado,
Braulio esperó quince días. Después
regresó a las restantes cartas. Ninguna le convencía
gran cosa (aparte de que quizá era ya excesivo
el tiempo transcurrido desde que las recibió).
Todas tenían un no sé qué de palurdas,
a excepción de una tal Sonia Sáez, que
era guapa, acaso muy guapa... pero en la foto aparecía
con demasiado escote, y una vaga expresión marrullera
se leía en sus ojos. Además, en la propia
carta decía unas cosas más bien anormales.
¿Que entiendes tu por fines serios? Lo que yo
necesito nada mas es un hombre con quien poder ser feliz.
Hasta aora desgraciadamente no lo he encontrado y he
sufrido lo mio por ello. No ostante, todavía
me considero joven y se que puedo gustar. No me importa
como seas tu. Lo que importa es que puedas quererme.
Yo puedo querer a cualquiera con tal que sepa corresponderme.
Braulio le escribió
por correo certificado. Perdona mi gran retraso y no
te consideres postergada en absoluto. Me gusta eso que
dices, me gusta tu foto, pero... quisiera saber más
cosas tuyas. Es imposible amarse sin conocerse y es
imposible conocerse sin disponer de unos mínimos
datos. ¿Quién te dice a ti que yo no soy
un psicópata? Entiendo por fines serios, naturalmente,
entablar una relación duradera, enriquecedora,
fecunda. Ni tú ni yo somos ya niños (no
nos engañemos) para perder el tiempo en unas
relaciones frívolas. Yo te garantizo que tengo
una gran capacidad de amar y quisiera ejercerla en bien
de alguien, pero no a tontas y a locas sino sensatamente,
¿no estás de acuerdo?
Tres días después, por toda respuesta,
Sonia Sáez le envió un enorme paquetón
de fotos, aproximadamente unas ochenta, en blanco y
negro y en color, y de las épocas más
dispares. En todas aparecía ella sola, siempre
sola, y la gran mayoría en la playa, en bikini,
en traje de baño, en paños menores. Eran
fotos, casi todas, de muy mala calidad, desenfocadas
o torcidas u oscuras o demasiado lejanas. Y Sonia era
poco fotogénica y más bien ridícula,
sobre todo en las fotos de niña, que no tenían
ninguna gracia. En las recientes casi siempre salía
con gafas de sol y en poses muy forzadas y artificiales.
No debía de ser tan guapa en realidad, y de tipo
sin duda algo fondona, con una destacadísima
pechamenta.
Braulio le contestó
por correo certificado con acuse de recibo. No era necesario
tal despliegue de fotos. Y al menos podías haberles
puesto pie. Por otra parte, es evidente que quien las
hizo no dominaba mucho la técnica. Pero, en fin,
no has dejado de resultarme interesante. Ahora bien,
debes enviarme datos tuyos. Y, para que no te ofendas,
aquí predico con el ejemplo. Soy el dueño
de una freiduría en el centro de Madrid, la cual
me ha robado hasta ahora mucho tiempo. Estoy soltero
y vivo solo. Lógicamente, lo que deseo es casarme,
y casarme por la Iglesia, ya que tal es mi religión,
que practico, aunque desde ya te ruego que no me tengas
por el católico tradicional, el típico
hipócrita de los golpes de pecho y de la paja
en el ojo ajeno.
Sonia Sáez le respondió
con una larga misiva pésimamente ortografiada
y peor mecanografiada. Yo tan bien soy catolica porque
para el catolico Dios es amor, que es lo que es para
mi. Tengo el gran presentimiento de que tu y yo podemos
querernos y vamos a conjeniar cien por cien a pesar
de que me digas en tu carta que necesitamos conocernos
mas. El corazon me dice que tu puedes ser mi hombre,
el hombre que tanto e soñado, y yo puedo ser
para ti la esposa que tanto necesitas. Aunque tengo
mi jenio y a veces mis malas pulgas, soy todo lo dulce
y afeztuosa que tu puedas desear. Ya te lo ire demostrando.
Vivo con un hermano que es mecanico. Yo trabajé
algún tiempo en la Telefónica y aztualmente
estoi preparando unas oposiciones. Ante todo me considero
una mujer sana y también muy sensible. Me considero
sin grandes aspiraciones. Mi vida es el ogar, pero me
apasionan los viajes, las amistades etctera.
Dentro de la misiva, que
obviamente le causó una impresión fatal,
adjuntaba esta vez un mechón de cabello trigueño
atado con una lazo fucsia.
Braulio lo meditó
todo a fondo durante una semana. Cada vez le dolía
más que la primera le hubiese fallado. Se preguntó
de nuevo con amargura por las razones. ¿Qué
había hecho él mal? ¿Acaso su precipitación
al concertar una cita en Olmedo? ¿Acaso la fotografía
(que era un poco ampulosa)? ¿Acaso su torpe frase
sobre la Historia y los hombres? ¿Acaso aquella
otra frase final, tan cursi como prematura: "Elena,
siento ya que tu nombre es mi nombre"? Ninguna
explicación le llenaba del todo. ¿Por
qué no un extravío postal? ¿Por
qué no repetir la carta?
El propio Correo le sacó
de sus dudas unos días más tarde. El corazón
le dio un vuelco: carta de Elena Jiménez. Perdóname,
Braulio. Mi actitud no tiene justificación, lo
sé. Supongo que de todos modos no te habrá
causado disgusto. De veras que no merezco que ningún
hombre se disguste por mí. Supongo también
que ya habrás encontrado la mujer que mereces.
En realidad lo he pensado mucho, le ha dado mil vueltas
y no me decido a lanzarme, siempre fui una terrible
indecisa. Olvídame, debes seguir tu camino, te
lo suplico.
De inmediato Braulio escribió:
Te comprendo perfectamente, Elena. Es normal. He sentido
mucho tu silencio, créeme, pero lo he aceptado.
Desde el principio supe que tú eres una mujer
muy seria, por eso te elegí. Déjame quedar
al menos como amigo tuyo.
Y a las seis de la tarde
del mismo día, nuevo vuelco en el corazón:
se presenta en su casa de sopetón Sonia Sáez,
superpintada, superteñida, superrechoncha, ceñida
de pantalones a reventar. Pero Braulio sabía
ser duro cuando la ocasión lo exigía.
Aunque desagradable, fue una escena muy breve.
A la noche, buscaba ya
entre varias revistas a una nueva mujer a quien escribir.
Al menos por el momento, no debía poner él
mismo otro anuncio. La verdad es que había muy
poco donde escoger. Optó por una pontevedresa
de 38 años: Desea corresponderse con hombres
de edad similar, solteros o viudos y de gustos y temperamento
también similares: se considera melómana
(toda clase de música), aficionada a la Naturaleza,
sincera e inteligente. Físico agradable. Cayetana.
Braulio redactó
una rápida carta. Mis gustos y temperamento creo
que podrían coincidir, Cayetana (bonito nombre).
Te llevo muy pocos años (adivínalos por
la foto) y mi pasión por la música, no
sé si llamarla melomanía, me permite disfrutar
en idéntico grado de un Julio Iglesias que de
una Montserrat Caballé, de una canción
de los Beatles que de una sinfonía del gran Beethoven.
En punto a mi afición por la Naturaleza, bastará
con decirte que me confieso pescador empedernido, ¿verdad
que te aburre? Inteligente no está bien que me
diga, pero sincero sí, porque lo demuestro. Acaso
todos los defectos del mundo juntos no pesen tanto para
mí como pesa esa virtud. Por eso, porque soy
sincero, en esta carta sólo te hablaré
de mis defectos, mis principales defectos. Sostengo
que en el amor lo fundamental es dar a conocer ante
todo nuestros inconvenientes y ver hasta qué
punto está dispuesto el otro a aceptarlos y a
comprenderlos. No existe mayor necedad que ocultar al
otro nuestras rarezas y aristas. Por eso yo te hablo
primeramente de lo que creo mis pegas, y la primeras
de todas, mi gran individualismo. No me gusta depender
de nada ni nadie, ni en mis actos ni en mis opiniones.
Un ejemplo: aborrezco las excursiones organizadas, los
viajes en grupo, las fiestas de mucha gente, las protestas
colectivas. Te parecerá una gran virtud, pero
en realidad es un defecto terrible. Soy también
lo que se puede llamar un individuo dogmático,
y un poco pedante. Y no digamos retrógrado: cualquier
tiempo pasado me parece siempre mejor. Por decir una
verdad, soy capaz también de convertirme en un
aguafiestas. Mi signo es Virgo. Otro defecto es que
me gusta esclavizarme a mi propio trabajo: poseo una
céntrica freiduría aquí en Madrid.
Soy lo que se dice un escrupuloso, un maniático,
un intransigente total en lo atañe que a mi actividad.
Por eso tiendo al aislamiento. Más defectos:
no soporto la ropa arrugada ni el golf ni la voz de
los contratenores. Y no te hablaré ya de mi manía
perfeccionista porque entonces te parecerá que
te estoy engañando arteramente, presentándote
como defectos lo que no son sino virtudes. Piensa lo
que quieras, pero yo te aseguro que los tengo por fallos.
O al menos, yo quisiera ser de otra manera. En fin,
Cayetana, espero tu respuesta con todo el interés.
Pasaron diez días.
Una noche, Braulio, ya casi persuadido de que la pontevedresa
nunca escribiría, repasaba casualmente las dos
hermosas fotos de Elena, la pucelana, y de pronto se
animó a ponerla unas letras. Al fin y al cabo,
se dijo, no pierdo nada y ¿quién sabe
si? Perdona mi atrevimiento (o debilidad), pero me gustaría
conocerte. El corazón me insiste mucho. El corazón
o no sé qué. He conocido a alguna otra
mujer después de ti y no hay color. Ya sé
que a mi edad no me puedo permitir el lujo de caer enamorado
por culpa de dos fotos y una carta afectuosa, pero lo
cierto es que me cuesta olvidarte. Nunca creí
en las intuiciones, pero.
Echó la carta con
sentimiento de culpa y volvió a mirar aquellas
fotos. Le pareció una ridiculez ponerlas en la
cartera; sin embargo, indiscutiblemente, aquella cara
algo tenía. Elena Jiménez, tímida,
afilada, melancólica, hija de Juez, treinta y
tres años, le encantan los niños. ¿Acaso
no habría sido demasiado milagro haber acertado
a la primera?
Transcurrió una
semana. A la melómana pontevedresa se la habría
llevado el diablo. Un alivio para él. Había
que pensar en otro anuncio, sin desanimarse, quizá
cambiando algo el estilo. ¿Qué tal una
revista porno? ¿Cazar a una ninfómana
por ahí y rehabilitarla?
El día octavo -¿acaso
no lo sospechaba?- demoledora carta de Elena. Conmovedora,
triste revelación: ¡Elena es epiléptica!
¿Aceptarías tú a una epiléptica?
No tengo perdón del cielo por no habértelo
confesado desde el principio. Mi dolencia no es grave,
aunque tampoco te diré que sea curable. Depende
de las circunstancias. Si un hombre como tú me
aceptara, es seguro que le haría feliz y que
eso a su vez me haría mejorar casi del todo.
Lo importante es que puedo tener hijos y con seguridad
éstos no heredarán la enfermedad. Por
lo que más quieras, Braulio, yo no te comprometo
a nada. Que tu decisión sea libre. Podemos vernos
en Olmedo, si quieres, pero que quede claro que no tengo
ningún derecho a que lo hagas, ¡ni siquiera
a que me respondas! Conmigo no te has pillado los dedos
en absoluto, es muy importante para mí que lo
tengas en cuenta. Si me dices que no, no sufriré,
es decir, sí sufriré (porque algo ya creo
quererte), pero sufriré el sufrimiento que puedo
y debo sufrir, el que me merezco y para el que desde
luego estoy preparada.
Vaya por Dios, pensó
Braulio. Qué bien empleado me está, por
capullo. ¿Y ahora?
Intensas y muy largas
reflexiones, ora dolientes, ora resignadas, le costó
aquel dilema. Reflexiones y lecturas: se tragó
hasta un manual de enfermedades neurológicas.
En vano. Una semana después, aún no estaba
decidido y lo malo es que ¿cuándo lo estaría?
Era incapaz de escribir una carta certera. No podría
nunca decir sí ni no, al menos mientras no encontrase
el modo hacerlo delicadamente, como Elena se merecía.
Empezó a comprender que la única solución
posible era la menos caballerosa, la más innoble
de todas: el silencio. Pero ¿acaso le importaba
a estar alturas quedar mal?
Compró otra remesa
de revistas. Ni un solo anuncio interesante. Pocas mujeres,
y la mayoría extranjeras. La Cayetana pontevedresa
había tenido que recibir multitud de cartas de
hombres. Le molestaba tener que poner él un nuevo
anuncio. Por lo demás las agencias matrimoniales
le seguían repugnando. Lo grave de la epilepsia
es vivir siempre en vilo y la locura como final más
probable. Pero era cosa muy natural que se lo hubiera
callado en las primeras cartas. Era totalmente lógico.
La vida es así de implacable. Un encanto demasiado
especial había en aquella cara. Mejor romper
las dos fotos y olvidarla para siempre. Ella, sin duda,
lo habría hecho ya. Tampoco parecía una
ilusa. Las rompió finalmente y asunto zanjado.
Después de todo, ¿no era la mejor solución
quedar como un villano con Elena?
Unos días después,
inquieto porque el tiempo corría y él
no acababa de sacar nada en limpio de aquel tejemaneje,
escribió a una viuda muy seria que deseaba relacionarse
libremente con caballeros pudientes ("en el doble
sentido"). Profesora zaragozana. Discreción
y elegancia aseguradas. Abstenerse pelgares. Apartado
de Correos 948.
Braulio se expresó
esta vez así, certificado y urgente: Ante todo
te diré una cosa. Sólo te escribirán
pelgares. Sólo los pelgares recurren a estas
pavadas para casarse o simplemente para echar un polvo.
Salvo algún tipo raro y excepcional como yo.
Yo no soy un pelgar. Si tú eres realmente una
viuda seria y una profesora zaragozana (profesora de
lo que sea) y eres realmente elegante y discreta (pero
no muy madura), yo soy el tipo que te conviene (aunque
tu difunto marido no te haya dejado ni un clavo). Tengo
dinero: entre cuenta corriente, plazo fijo y valores,
veinte kilos largos. Tengo piso en propiedad. Tengo
una casa de campo en la provincia de Ávila que
utilizo cuando me voy de pesca. Tengo una freiduría
en Madrid en la calle Guzmán el Bueno. Tengo
una discoteca en mi casa de más de mil unidades.
Tengo un cociente intelectual elevado. Tengo 44 años.
Mido 1,71. Soy Virgo, no miento nunca. Por la foto (que
me hice ayer) verás que no necesito peluca precisamente.
Puedo follar contigo y con otras seis, aunque soy monógamo
por naturaleza. A serio tú no me ganas. Si necesitas
que te amaestren, yo sabrá amaestrarte. Si ahora
te parezco arrogante, después te pareceré
humildísimo. Qué potra has tenido conmigo,
zaragozana (claro que a lo mejor yo también contigo,
¿quién sabe?). Más tonta serás
si no te decides. Llámame el sábado a
media mañana al siguiente teléfono.
Braulio esperaba esta
vez el éxito más rotundo. Para el domingo
mismo, cita segura en Medinaceli. Caerá como
un periquito.
Pero el viernes, la víspera,
después de comer, Braulio se sintió indispuesto
y hubo de ingresar en la residencia. Al igual que hacía
un año, síntomas muy sospechosos en el
lado izquierdo. Así que el sábado por
la mañana, cuando la profesora llamase (si es
que llamaba efectivamente), hablaría con el contestador
automático. Hola, soy Braulio Jerez. Estoy internado
en la residencia. Creo que acaba de darme un pequeño
infarto. Al oír la señal, tendrás
diez segundos para...
Por lo menos, parecía
otro amago, como el del año anterior. Pero no,
pronto se demostró que nada. Un susto sólo.
No obstante, permaneció ingresado en observación
un par de días, porque tenía 20-12 de
tensión.
Al salir, se encontraba
algo deprimido. Supuso que la zaragozana ni dejaría
mensaje ni volvería a llamar, y tanto mejor,
pensó luego; seguro que era un petardo. Necesitaba
confesarse a Elena, ahora sí. Verdaderamente,
es muy lamentable que seas epiléptica (para qué
engañarnos), pero más lamentable es que
haya tardado yo todo un mes en empezar esta carta. En
realidad me sentía muy mal. Yo también
debo de estar algo enfermo, y no sé de qué
exactamente. La epilepsia es una enfermedad con prestigio,
sagrada, decían. En todo caso, en mi balanza
sin duda pesará mucho menos que tus grandes valores:
te sé delicada, inteligente, espiritual, exquisita.
Yo no lo soy tanto, te lo aseguro, aunque me revienta
la falsa modestia y digno de ti si me considero, naturalmente.
¿Te parece bien este mismo domingo en Olmedo?
(Relato rescatado de Prosa Fanática, 1983)
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Última modificación:
19-07-2017 11:21
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