Fábula. Revista literaria
Asociación Riojana de Jovenes Escritores y Artistas
ISSN: 1698-2800
Información
Historia de la revista
Sumarios
FUENCARRAL, AÑOS 50
Rafael Azcona
Fábula Nº 17/19, p. 15-19
Glorieta de Quevedo
El Madrid de la lúgubre
e interminable posguerra es una ciudad casta por decreto:
el beso o la caricia en la vía pública
se consideran atentados contra el pudor y las buenas
costumbres, pero menestrales, escribientes y horteras
-el desarrollo económico los convertirá
en técnicos, ejecutivos y comerciales- atizan
su satiriasis en la pista de baile de Las Palmeras sin
miedo a que la autoridad les imponga una multa de cinco
pesetas:
"Cabaretera,
mi
novia arrabalera
te
quiero en tu pobreza
y
nunca he de cambiar
"
Melificado por la voz
de Lorenzo González el lánguido bolero
debilita las defensas de las damas; más que a
bailar, ellas, soñadoras, vienen a los andurriales
de la perdición para escapar durante un rato
de su triste condición femenina; ellos, realistas
y verriondos, se dedican a bajar la mano y a meter pierna
hasta donde pueden.
Cuando la relación
de una pareja se prolonga y el señuelo del fornicio
la conduce al tálamo nupcial -se dan casos-,
la relumbrante tienda de lámparas, apliques,
arañas. globos y lampadarios del esquinazo que
forman Fuencarral y San Bernardo atrae a los novios
como el fanal a las polillas, y ante sus vitrinas el
futuro matrimonio imagina su felicidad bajo la esplendorosa
araña que un día colgará en el
comedorcito de su casa.
Pero ese fasto será
aplazado hasta que encuentren piso; mientras tanto tendrán
que abarracar sus amores en una habitación con
derecho a cocina a la media luz de una bombilla de 30
vatios.
Broadway en Chamberí
Entre las Glorietas de
Quevedo y Bilbao, lo que fue camino del pueblo de Fuencarral
pretende competir en materia de espectáculos
con la Gran Vía, entonces José Antonio.
Los nuevos, gemelos y monumentales Cines Roxy se van
a unir al desangelado aforo del Paz, a la modernista
arquitectura del Proyecciones y a los complacientes
palcos del Bilbao.
Sus carteleras anticipan
lo que ofrecen las pantallas: maravillosas criaturas
en bluejeans y baby dolls que a la hora de beber trincan
martinis, old fashions, y manhattans, y a las de comer
se zampan enormes steaks con una patata de Ohio, todo
servido por rubísimas camareras californianas.
Los madrileños deben empezar a aprender inglés,
que buena falta les va a hacer cuando, hacia el final
del decenio, los tecnócratas lleguen al gobierno
para desarrollarlo todo por los caminos del Señor.
El pequeño comercio
de la calle ya es otra cosa. A ningún joven pollo
pera se le ocurriría presumir de pantalones confeccionados
con el áspero tejido que viste a las fuerzas
del trabajo, un azul que se anuncia así: "Estos
son los verdaderos azules de Vergara", certifica
el letrero enfrentado al de la puerta contigua, que
jura: "Sólo aquí se venden los auténticos
azules de Vergara". En el campo de la moda femenina
el ingenuo picardías negro con lacitos rojos
se esconde bajo el mostrador y sólo se les ofrece
a clientas de poca vergüenza y mucha confianza;
la audacia de las tiendas de lencería no va más
allá de proclamar con blanco de España
en la luna del escaparate: "¡Qué locura,
bragas a cinco pesetas!"
La parroquia tabernaria
de las calles adyacentes sigue fiel a lo vernáculo:
vermú de barril, vino tinto con sifón
y chinchón a secas. En los restaurantes económicos
se sirve el menú del día: consomé,
pescadilla de ración y flan de la casa, 12,50
pts, con derecho a leer el Marca, si está libre.
A nadie le extraña que el chico del mostrador,
con mandil a rayas y sabañones ulcerados por
el agua fría de la pila de cinc donde fregotea
los vasos, levante la voz para hacer saber:
-¡El caballero con
boina del rincón del perchero cambia el flan
del postre por una ración de pan!
También hay en
este tramo de la calle dos teatros: el Fuencarral y
el Maravillas. Cuando la revista musical sube a sus
escenarios, la desenvuelta exuberancia de la supervedete,
los chistes de doble sentido de los cómicos y,
sobre todo, la calipigia carnalidad del cuerpo de baile
-"20 bellas y esculturales vicetiples 20"-
animan la calle con un soplo de irresponsable frivolidad.
Que se agradece mucho,
todo hay que decirlo, porque Fuencarral, como el resto
de las vías del callejero, está disciplinada
por los uniformes de policías y militares que
la vigilan y custodian, y sacralizada por los hábitos
de curas, frailes y monjas que pululan por la ciudad
todo el santo día.
Glorieta de Bilbao
Desde su pedestal Bravo
Murillo ve a un lado de la plaza una sucesión
de pequeños establecimientos: a la entrada del
bar La Campana y en un hornillo de gas se fríen
las mejores rodajas de merluza de Chamberí, pero
dado su precio el personal opta por acogerse al figón
que los beneméritos Hermanos Feito tienen abierto
en Cardenal Cisneros: allí sirven a bajo costo
una contundente fabada coronada por un trozo de oreja
de cerdo, con sus pelos y todo, para que haga bonito.
Si girase la cabeza hacia
la acera de enfrente, la mirada del insigne prócer
se fijaría en dos cafés, el Marlin y el
Comercial. En los hierros de los balcones de Madrid,
tan líricamente pintados por Eduardo Vicente
y Juanito Esplandiú, abundan los letreros que
se refieren a las "Enfermedades venéreas",
sin entrar en detalles, y otros más concretos
que especifican: "Callista". A una tertulia
de la segunda planta del Marlin asiste todas las tardes
un profesional de estos últimos con consulta
abierta en su vivienda de la casa frontera; cuando aparece
un cliente, la criada sale al balcón y se lo
comunica a su señorito ondeando una toalla o
repicando un almirez, y el callista, que la ve o la
oye por los ventanales del café, se despide de
sus contertulios con un "ahora vuelvo" y sale
corriendo para aliviar al cliente de callos y ojos de
gallo, durezas seguramente producidas por los terribles
calzados Segarra, que como descubriría el doctor
Pozuelo muchos años después, incluso deformaron
los pies del Caudillo.
El Comercial, que acaba
de remozarse , dispone de un salón de juego en
la planta de arriba y de una animada terraza entre Fuencarral
y Sagasta. Un sacerdote vecino del barrio llega todas
las noches con su ama; el cura sube al templo consagrado
a don Heraclio Fournier y el ama se acomoda en los divanes
del café para comentar con las esposas de los
jugadores seglares lo caro que está todo.
Las noches de verano un
singular mendicante ameniza la terraza: llega en taxi
y le cuesta lo suyo apearse, porque el desdichado, macrocéfalo,
cuelga de unas muletas; plantado en mitad de la acera
ataca con formidables alaridos las bonitas canciones
de moda mezclando sus letras según le vienen
a la memoria o le dicta su inspiración:
"España
mía,
cuanto
te quiero,
pero
un beso de amor
no
se lo doy a cualquiera
por
el camino verde
que
va hacia el río.
que
viva el Cristo del Gran Poder
"
Cuando el pobre hombre
pasa por las mesas para recoger el premio a su actuación,
una señorona peinada de peluquería y con
mucha bisutería en los brazos aprieta el bolso
contra su pecho -"nunca se sabe con quien se juega
una los cuartos"- y se permite aconsejarle, no
sin acritud:
-Si en lugar de venir
en taxi se quedara en su casa, no tendría que
pedir limosna.
-Señora: de mi
casa salgo por necesidad y los taxis no los cojo por
vicio. Es que si voy de terraza en terraza por mi propio
pie, o sea, con las muletas, a ver cómo les doy
de comer a mi mujer y mis tres hijos -se justifica educadamente
el infeliz baldado.
Un caballero que lee el ABC se lamenta, se duele o se
escandaliza:
-¡Qué país!
Y pasa la página.
De la Glorieta de Bilbao a Gran Vía
Fuencarral se ensancha
en la confluencia con la calle de La Palma. No es para
menos, porque allí se alza la sede del seriecísimo
Tribunal de Cuentas -edificio que Chueca Goitia sitúa
en el no menos serio eclecticismo neogriego- y enfrente
luce todas sus florituras la requetebarroca puerta del
ameno Museo Municipal -en otros tiempos Real Hospicio
del Ave María y Santo Rey Fernando- considerado
monumento histórico artístico desde 1919.
Como parece que con el
Tribunal no caben las bromas, dejémoslo dedicado
a la fiscalización externa, permanente y consuntiva
de la actividad económico-financiera del Sector
público, que esa es su misión, y entremos
en el Museo aunque sólo sea para echarle una
ojeada a la historia de Madrid, que debe ser más
divertida; eso, si tenemos la suerte de encontrarlo
abierto, porque desde 1955 hasta 1979 permanecerá
cerrado por reformas, y cerrado por las mismas razones
entrará en el siglo XXI.
-Vaya por Dios, está
cerrado -se lamenta una monjita que pastorea a una bandada
de colegialas.
-Este acaba en el Guinness
como el museo menos abierto del mundo- profetiza un
guardia municipal muy leído.
Lo que si está abierto en el cercano callejón
de Santa Brígida es el Teatro Martín,
catedral de la revista musical, según los críticos
teatrales. En su escenario se pueden ver números
muy finos, muy bien traídos y muy bien documentados
históricamente:
"Eugenia de Montijo,
hazme con tu amor feliz,
que a cambio yo voy a
hacerte
de mi Francia emperatriz".
Ese estribillo se lo
canta el coro de vicetiples, que hace de Napoleón
III, a la supervedete de la compañía,
que hace de Eugenia de Montijo.
Fuera, en la esquina del
callejón, el amor tiene otra música: las
toses crónicas de la media docena de busconas
que acechan el paso de posibles clientes: una de ellas
le ve posibilidades a un señor con boina y sale
de las sombras echando los hombros hacia atrás
para realzar su busto informe, pero la indiferencia
del de la boina la desengaña rápidamente
y la mujer se retira arrastrando el bolso que durante
unos segundos ha balanceado con gachonería.
-Para lo que sacan, más
les valía ponerse a fregar -gruñe una
vieja vendedora de tabaco, que expende los pitillos
de uno en uno para ponerlos al alcance de los económicamente
débiles.
La vieja debe exagerar,
porque un poco más abajo y en la misma acera
hay una especie de capilla con el suelo cubierto de
calderilla: los putañeros echan las monedas por
un agujero que hay en la puerta esperando que, a cambio,
el santo titular de la capilla, oratorio -o lo que sea-
los proteja de las enfermedades vergonzosas.
Luego, desde aquí
a la Telefónica, Fuencarral pierde mucho interés:
en todos los portales se anuncian tres o cuatro pensiones
familiares y todas las tiendas son zapaterías.
El tráfico
Por el subsuelo baja
el Metro hacia Sol, pero antes, en el templete de los
ascensores de la Red de San Luis, saca la cabeza para
respirar el aire de la calle: todavía no se han
popularizado los desodorantes, y en los atestados trenes
se condensa el olor a una humanidad sin agua caliente.
Allí, en la Red
de San Luis, nace Fuencarral pegada a Hortaleza. Hay
que poner mucha atención para no tomarlas equivocadas,
porque su notable divergencia las aleja una barbaridad
en sus respectivas desembocaduras; tanto, que al menos
en teoría, acaban en los pueblos homónimos.
En la superficie de la
ciudad el servicio de transporte público lo prestan
taxis, tranvías, trolebuses y autobuses de dos
pisos. De estos últimos, recordando que en Londres
son rojos, color siempre subversivo, se dice que el
municipio los ha pintado de azul por ser esta la tonalidad
victoriosa en una guerra que hubo y que no acaba de
terminar. Debe ser un bulo, porque el cobrador no saluda
al viajero brazo en alto y gritando "¡Arriba
España!"; el cobrador, cando el primer piso
está lleno, se limita a informar:
-Arriba hay sitio.
Por Fuencarral circulan
los tranvías de la línea 17, que sigue
el mismo itinerario que trazaron los de mulas, pero
ya van desapareciendo los abiertos: menos mal, porque
en sus plataformas se arracimaban y colgaban los usuarios,
y el racimo, cuando granaba excesivamente, corría
el riesgo de estamparse contra los postes del tendido
eléctrico. Sí, en los últimos años
los tranvías se han cerrado y articulado, e incluso
han adoptado unas líneas aerodinámicas,
pero de nada les va a servir ante la aparición
del trolebús. Que tampoco va a durar mucho, por
muy moderno, manejable y silencioso que les parezca
a los madrileños.
En lo que se refiere a
los taxis, que a costa de la baratura de sus tarifas
políticas son paliativo de las deficiencias del
transporte municipal, desde hace algún tiempo
sirven también de paritorios: se les llama para
llevar a las parturientas a la Maternidad, y aunque
el futuro padre va asomando un pañuelo por la
ventanilla, a menudo el niño nace en el vehículo
y el taxista hace de comadrona, el presidente del gremio
apadrina a la criatura y el alcalde le abre una cartilla
con veinte duros para inculcarle la virtud del ahorro
y garantizarle así un brillante porvenir.
Cierto es que tan pintorescos
natalicios no hubieran podido producirse sin la lenta
pero progresiva renovación del parque automovilístico,
destrozado durante la guerra: todavía al principio
de la década el niño hubiera perecido
en aquellos taxis sin cristales, conducidos en los crudos
inviernos por unos taxistas envueltos y embozados en
mantas, tapabocas, mitones y pasamontañas, atuendo
que les daba un aire de pastores esteparios.
Poco a poco los taxis
han empezado a ser flamantes -incluso se importan algunos
comodísimos Austin, gemelos de los londinenses-
y para conducirlos se exige a los taxistas que vayan
rigurosamente uniformados con sahariana azul marino
y gorra de plato. De este uniforme, que los militariza,
se van a liberar en cuanto se atrevan a enfrentarse
con la autoridad: ese día arrojarán sus
miles de gorras a la Cibeles y el incruento motín
acabará mejor que el de Esquilache, con la diosa
emulando a una rejoneadora en una triunfal vuelta al
ruedo.
A mediados del decenio
los conductores del servicio público, sobre todo
los taxistas, empiezan a lidiar con los particulares,
cada día más numerosos; entre estos predominan
los que han conseguido su coche de importación
gracias a las influencias. Se les distingue enseguida:
-Usted no sabe con quién
está hablando -es su tarjeta de visita.
Unos guardias urbanos
con casco blanco y proclives a imitar al gracioso actor
Manolo Morán median en sus diferencias. En Navidad
se firma una tregua, y unos y otros, más o menos
agradecidos. obsequian a los agentes de la circulación
con turrones guirlache, jijona y alicante, coñac
Veterano, anís Machaquito y sidra El Gaitero,
y el aguinaldo se amontona alrededor de las peanas que
realzan la figura del guardia dirigiendo el tráfico.
Un tráfico por
el que todavía cruza la aparatosa moto con sidecar
tripulada por el intrépido humorista Enrique
Herreros, tipo de vehículo que la ágil,
escurridiza y zigzagueante Vespa condenará al
desguace. No va a tardar en aparecer otro genial invento
italiano, el Fiat 600, que se va a cargar al Biscúter,
aquella chapuza de la autarquía española.
Más grande por dentro que por fuera, en las cuatro
plazas del 600 cabe perfectamente una familia numerosa
incluida la chacha, su versatilidad es tal que puede
convertirse en alcoba de clandestinas experiencias prematrimoniales
y su velocidad alcanza los 95 kilómetros por
hora; el Biscúter, más grande por fuera
que por dentro, sólo tiene capacidad para dos
viajeros preferentemente delgados, su carrocería
de latas de conserva recicladas no garantiza la intimidad
y, por si faltara algo, le falta la marcha atrás,
por lo que a la hora de aparcar el conductor y su acompañante
deben apearse y levantarlo en vilo.
Gran Vía
La Gran Vía les
queda muy a mano a los fuencarraleros, que así
se llaman los naturales del pueblo de Fuencarral, y
que así aceptan llamarse los vecinos de la calle,
como proclama esta perla del casticismo:
"Porque nací
en Fuencarral
me llaman fuencarralera,
Yo, siendo de Chamberí,
que me llamen como quieran."
Los fuencalarreros frecuentan
la Gran Vía en sus horas más entretenidas
-las nocturnas- para ver completamente gratis a los
turistas de ambos sexos y diversas nacionalidades que
nos visitan, y asistir por el mismo precio a las entradas
y salidas, primero de cines y teatros -Fontalba, Palacio
de la Música, Avenida, Capitol, Callao, Palacio
de la Prensa, Lope de Vega, Gran Vía, Rialto,
Pompeya y Coliseum, todos con sus acomodadores uniformados
como húsares- y luego las de los cabarets, por
otro y pudibundo nombre salas de fiestas -Pasapoga,
Parrilla del Rex, Jay, Erika, El Elefante Blanco y Morocco-
todos con sus virtuosas señoritas de alterne
trasvestidas de hijas de familia.
Entre las diez de la noche
y las dos de la madrugada, y desde la Telefónica
hasta la Plaza de España, por la acera de la
derecha se pasea con el mismo orden y sosiego que en
las plazas, cosos y espolones provincianos después
de la misa de doce: los noctámbulos van y vienen
con ritmo de lanzadera, y este ir y venir fomenta el
aumento de las amistades, la liberalización del
horario comercial y el auge del crédito, todo
antes de que la economía española despegue
con el Plan de Estabilización: un sastre foncarralero
atiende a sus clientes al pie de la Telefónica
y allí les toma las medidas, les hace la primera
y la segunda prueba y les entrega el traje o el abrigo,
prenda que pagarán con una módica entrada
y seis cómodos plazos en letras. Todo en la calle
y sin notarios a la vista.
Algo es algo.
Y además, en caso
de que el pago de las letras le plantee problemas, el
cliente del sastre puede confiar su economía
a un décimo de lotería de la famosa administración
de doña Manolita, que dicen que tiene mucha suerte;
si no toca, que es lo que suele suceder, siempre podrá
echar mano de una filosofía muy consoladora para
los pobres:
-El dinero no trae la
felicidad. Y donde esté la salud, que se quite
todo.
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Última modificación:
19-07-2017 11:21
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