Fábula. Revista literaria
Asociación Riojana de Jovenes Escritores y Artistas
ISSN: 1698-2800
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ROSA ESTÁ HECHA UN
LÍO
Juan Carlos Chandro
Fábula Nº 20, p. 35-39
1
VOY A PRESENTARME
Hola, me llamo Rosa
y tengo siete años. Encantada de conocerte.
¿Has visto qué
educada soy?
Seguro que estarás
pensando: "¡Qué orgullosos deben estar
sus padres de tener una hija tan bien educada!".
Pues te equivocas. Ayer se enfadaron mucho conmigo,
y me castigaron con no dejarme salir hoy de casa. ¡Y
eso que hoy es sábado!
¿Y a que no adivinas por qué me castigaron?
Pues, precisamente, por
ser una niña educada y encantadora.
No, no pongas esa cara,
lo que te digo es la pura verdad. Y si no te lo crees,
es que no sabes lo raros que a veces pueden ser los
mayores.
Si me pongo a contar la
de cosas extrañas que hacen, es que empiezo y
no acabo. Pero, bueno, me voy a conformar con contarte
por qué me han castigado y, cuando termine, ya
me dirás si son o no son raros los mayores.
Pero para terminar una
cosa, antes hay que empezarla. Así que, como
dice un niño de mi clase, "voy a principiar
por el comienzo".
2
EL COMIENZO
Ayer por la tarde, cuando
mi padre fue a buscarme al colegio, lo primero que hizo
fue regalarme una bolsa de chuches. Justo de esas que
le pido todas las tardes y él nunca me quiere
comprar porque dice que me quitan las ganas de cenar.
Pensé: "¡Huy,
Huy, Huy
! Me parece que quiere pedirme algo
".
Luego se sentó
en cuclillas frente a mí, me sujetó los
hombros con las manos y se puso a mirarme fijamente
la punta de la nariz.
Yo me asusté un
poco, la verdad, porque ésta es una de las dos
posturas preferidas de mis padres para decirme cosas
serias y darme malas noticias. Pero no, no era nada
de eso. Lo que me dijo fue:
-Hija, mi jefe nos ha
invitado a cenar y ha dicho que te llevemos para conocerte.
Por favor, por favor te pido que te comportes como una
persona mayor y que demuestres que eres una niña
bien educada.
Al llegar a casa, mi madre
entró en mi habitación, me sentó
sobre sus rodillas y me cogió una mano.
Ésta es la otra
postura favorita de mis padres para decir cosas serias
y dar malas noticias, pero esta vez no me asusté,
ya me imaginaba lo que iba a decir y, ¡qué
casualidad!, acerté:
-Cariño -me dijo-,
el jefe de papá nos ha invitado a cenar a los
tres. Te pido "porfa", que te portes bien
y que demuestres que eres una niña bien educada
y encantadora.
Y me dio un beso hablado,
ya sabes, de esos en los que mientras te besan hacen:
"Muuua".
Yo estaba impresionada. Siempre me dicen que debo pedir
las cosas por favor, pero a mí jamás me
pide nadie nada por favor. Y resulta que en menos de
media hora me habían pedido dos veces y media
por favor la misma cosa.
Luego, mamá me
puso el vestido que me había comprado para estrenarlo
en la comunión de mi primo, y eso acabó
por impresionarme del todo.
Dos por favor y medio,
una bolsa de chuches y un vestido nuevo, ¡uf!,
para ellos debía de ser muy importante que me
comportara bien delante del jefe. Pues, bueno, si querían
que fuera una visitante educada y encantadora, yo les
iba a dar el gusto de serlo. Total, no creía
que fuera muy difícil.
Por lo menos eso era lo
que me pareció al principio, pero luego me puse
a pensar y me di cuenta de que tenía un problema.
3
EL PROBLEMA
Caí en la cuenta
de que en mi casa recibíamos muchas visitas,
sí, pero a mí nunca me habían llevado
a visitar a nadie.
Sabía perfectamente
lo que debía y lo que no debía hacer para
ser una niña educada con los que venían
a visitarnos:
Dar muchos besos.
Decir muchas veces: "Muchas
gracias".
No secarme la cara cuando
me dan un beso y me la dejan mojada.
No llamarles gorilas aunque
me digan que soy mona.
No meterme el dedo en
la nariz.
Si por un descuido me
lo meto, luego no chupármelo.
Si por un descuido me
lo chupo, no escupir.
Si por un descuido escupo,
procurar no apuntar al visitante
¡Ah! Y, sobre todo,
no decir nunca. "¡Qué pesado! ¿Cuándo
te vas a ir a tu casa?".
Todo eso estaba harta
de saberlo, lo que no sabía era qué debía
hacer para ser educada y encantadora cuando era yo la
que hacía la visita.
Fui al cuarto de mi padre
para preguntárselo:
-Papá, ¿qué
debo hacer para ser una visitante educada y encantadora?
-Pregúntaselo a
tu madre -me respondió-, que yo tengo que vestirme
para ir a la cena. Y tú ten cuidado, no te vayas
a arrugar el vestido nuevo.
Fui al cuarto de mi madre.
-Mamá, ¿qué
debo hacer para
?
-Pregúntaselo a
tu padre -me interrumpió-, que yo tengo que maquillarme
para ir a la cena.
Volví al cuarto
de mi padre.
-Papá, que dice
mamá que te lo pregunte a ti.
-No me entretengas, hija,
que ando con el tiempo justo.
Volví al cuarto
de mi madre.
-Mamá, que dice
papá que anda con el tiempo justo.
-¡Ay, Rosa, no me
atosigues, que bastante nerviosa estoy ya! Y ten cuidado,
no te arrugues el vestido nuevo.
Así son los mayores,
primero mucho "por favor", "por favor",
y luego sólo les interesa las arrugas de mi vestido.
Estaba visto que tenía
que apañármelas yo sola, y eso fue lo
que hice.
Me tumbé encima
de la cama, procurando no arrugar el vestido, claro,
y me puse a darle vueltas a la cabeza para ver si se
me ocurría algo.
Cuando ya tenía
la cabeza medio mareada de tantas vueltas como le había
dado, tuve una idea que podía dar resultado:
sólo tenía que acordarme de lo que hacían
conmigo los que venían a visitarnos y, luego,
hacer yo lo mismo con el jefe.
Así que a pensar
se dijo. Volví a tumbarme en la cama y empecé
a estrujarme la memoria, tratando, eso sí, de
no estrujarme el vestido.
4
LAS TRES CLASES DE VISITANTES
Recordando, recordando,
me di cuenta de que, si consideramos como visitantes
a las personas que vienen a casa y no pretenden vendernos
ni arreglarnos nada, entonces, recibíamos tres
clases de visitantes: los que me conocen, los que no
me conocen y doña Clotilde.
Los que me conocen, lo
primero que hacen siempre es pasarme la mano por la
cabeza y despeinarme (eso debe de ser de muy buena educación),
mientras dicen:
-¡Cuánto
ha crecido esta niña!
Y me dan dos besos, procurando
hacer mucho ruido y dejarme la cara bien mojada.
Después se olvidan
totalmente de mí y se van a tomar café
con mis padres.
Con los que no me conocen,
casi todas las veces se produce la misma conversación.
Ellos dicen:
-¡Qué niña
más mona! ¿Cuántos añitos
tienes, guapa?
Y yo contesto:
-Siete.
Y ellos van y dicen:
-Pues parece que tienes
más.
Y yo contesto:
-Gracias.
Luego, ellos dicen:
-¿Cómo te
llamas, bonita?
Y yo contesto:
-Rosa.
Y ellos casi siempre dicen:
-No me extraña
que te llames Rosa, porque eres tan bonita como una
flor.
Y mis padres siempre
se ríen, y yo siempre contesto:
-Gracias.
Finalmente, me aprietan
un moflete con la mano y sueltan algo gracioso, como
por ejemplo:
-¡Qué cara
de mala tienes!, seguro que vuelves locos a tus padres.
Mis padres vuelven a reírse,
y yo también me río. Más que nada
por cumplir, porque la verdad es que no le veo la gracia
a que me digan que tengo cara de mala y que hago sufrir
a mis padres.
Después de esto,
les parece que ya han sido suficientemente educados
conmigo y también se olvidan de mí.
El tercer tipo de visitantes
es doña Clotilde, una amiga de mis padres que
a veces suele venir a cenar.
Doña Clotilde nunca
se olvida de mí. Nada más entrar en casa,
me llena la cara de besos, saca un caramelo de su bolso
y me lo da. Bueno, mejor dicho, me lo mete en la boca,
porque nunca he visto a nadie capaz de pelar caramelos
con mayor rapidez.
Cuando ve que me lo he
comido, me pregunta:
-¿Te ha gustado?,
¿quieres otro?
Antes de que pueda contestar a sus preguntas, y aprovechando
que tengo la boca abierta para contestar: "No,
gracias", ya ha sacado otro caramelo, lo ha pelado
y me lo ha metido en la boca.
Si doña Clotilde
hubiera nacido en América, seguro que sería
la pistolera más rápida del Oeste.
Durante la cena, se sienta
a mi lado y, más o menos entre el segundo plato
y el postre, me dice su frase preferida:
-Mira qué morros
tan sucios te has puesto, cochinita.
Y coge y me limpia los
labios con mi servilleta.
Mis padres siempre dicen
que doña Clotilde es una señora encantadora,
así que supongo que el encanto debe de ser eso.
Al marcharse, los visitantes
de las tres clases se despiden más o menos de
la misma manera: me vuelven a despeinar, me besuquean
de nuevo y dicen otra vez una frase que les parece divertida,
como:
-Adiós, cara sucia,
pórtate bien y no seas traviesa.
Cuando acabé de
recordar lo que hacían conmigo los que venían
a mi casa, me sentí mucho más tranquila.
Ya sabía exactamente cómo ser una visitante
educada y encantadora, Sólo tenía que
coger y hacer eso mismo yo con el jefe de mi padre.
5
EL VIAJE DE IDA
Mientras íbamos
en el coche hacia la casa del jefe, todos estábamos
un poco nerviosos.
Mamá no paraba
de mirarse en el espejo retrovisor para retocarse el
peinado y el maquillaje.
Papá gritaba a
los conductores de todos los coches (siempre que está
nervioso se cree el mejor conductor del mundo).
Y yo, pues no hacía
más que repasar todo el rato en mi cabeza lo
que tenía que decir, para que no se me olvidara
nada.
Además, cada dos
por tres, se volvían hacia mí y me lanzaban
unos cuantos "noseteocurra" :
-No se te ocurra limpiarte
las manos con el mantel.
-No se te ocurra dejar
el chicle encima de la mesa.
-No se te ocurra beber
agua sin limpiarte antes los labios.
Total, que consiguieron
ponerme los nervios de punta, porque has de saber que
sólo hay una cosa en el mundo que me guste menos
que los "noseteocurra", y son los "cómohaspodido".
De esos tuve una buena
ración más tarde, como ya te contaré
luego.
Pero, bueno, a lo que
íbamos. Fíjate si estaría yo nerviosa,
que al llegar a la casa del jefe sentía como
si unas culebritas me hicieran cosquillas por dentro
del estómago. Igual, igual que el primer día
que me llevaron a la escuela.
Respiré hondo y
me preparé para soltar la primera frase que tenía
que decir:
-¡Cuánto
ha crecido este hombre!
Pero, cuando el jefe abrió
la puerta, ocurrió algo que me dejó sin
habla.
6
EL RECIBIMIENTO
Lo que pasó fue
que el jefe de mis padres era un señor muy pequeño,
muy pequeño. Y, claro, no podía decirle
la frase que me había preparado, así que
me quedé como un pasmarote y con la boca cerrada.
Y mis padres venga a darme
empujoncitos en la espalda y venga a decirme:
-Rosa, saluda a este señor.
-Pero, Rosa, dile algo
a este señor.
Y yo como si nada. Seguía
ahí quieta sin rechistar.
Por suerte, después
del tercer o cuarto empujón, se me ocurrió
una frase que por lo menos era tan educada como la otra.
Me acerqué a él y le dije:
-¡Qué poco
ha crecido este hombre!
Luego le pasé la
mano por la cabeza para despeinarlo, como hacen siempre
conmigo, y entonces sí que me llevé una
sorpresa. Resulta que el jefe usaba peluquín;
en vez de despeinarlo, lo que hice fue ponérselo
de medio lado.
Él se dio cuenta
y, rápidamente, trató de colocárselo
bien, pero sólo consiguió ponérselo
al revés. ¡Qué gracioso estaba!
Me aguanté la risa
como pude y, después de darle un par de besos
en la cara, bien ruidosos y bien húmedos, le
dije:
-¡Qué mono
de hombre! ¿Cuántos añitos tienes,
guapo?
-Cincuenta -gruñó
él.
-Pues pareces mucho más
viejo -dije yo.
Y él ni siquiera
me dio las gracias, ¡qué señor tan
desagradable!
A pesar de todo, yo no
me desanimé y seguí siendo educada. Le
pregunté:
-¿Cómo te
llamas, bonito?
-Ricardo -refunfuñó.
¡Qué pena,
no tenía nombre de flor! No podía decirle
lo que me decían a mí. Empecé a
pensar a ver si se me ocurría algo y, de repente,
me vino a la cabeza un cumplido precioso, y con rima
y todo. Me puse tan contenta que grité:
-¡No me extraña
que te llames Ricardo, porque eres tan bonito como un
cardo!
Miré a mis padres
para ver cómo se reían, pero estaban serios,
serios y colorados, colorados. Seguro que se avergonzaban
de su jefe, que tampoco ahora me había dado las
gracias.
Como me pareció
que ya había llegado el momento de agarrarle
de un moflete y de decirle algo gracioso, me puse manos
a la obra; pero retiró la cara y sólo
pude agarrarle de los pelos de una patilla. Mientras
le daba un buen tirón, dije:
-¡Qué cara
de malo tienes! Seguro que vuelves loco a mi padre en
el trabajo.
Y ni se rió ni
nada, y mis padres tampoco. En vez de eso, se pusieron
más serios y más colorados todavía.
Yo no hice ni caso y seguí
a lo mío. Había sido todo lo educada que
se puede ser. Había llegado la hora de comenzar
a ser encantadora.
Busqué en mis bolsillos
algún caramelo para dárselo, pero con
los nervios me los había dejado en el coche.
Menos mal que estaba masticando un chicle. Me lo saqué
e intenté metérselo en la boca.
Pero don Ricardo apretó
los dientes y no pude metérselo.
Y yo empuja que te empuja,
y él aprieta que te aprieta
Nada, que no
había manera
Hasta que, de pronto,
echó la cabeza hacia atrás y, ¡je!,
me quedé con el chicle en la mano y su dentadura
postiza pegada al chicle.
¡Qué señor
tan raro! peluquín, dentadura postiza
¡parecía
que estaba hecho de piezas!
Entonces recordé
el viejo truco de doña Clotilde y las clases
de baloncesto del cole y, aprovechando que abrió
la boca para ponerse la dentadura, di un salto y le
metí el chicle en la boca
¿Y sabes lo que
hizo el señor desagradable ese?
Fue y lo escupió
en el suelo, con dentadura incluida. Así como
te lo cuento. ¡Y eso que era de los de sabor extralargo!
(el chicle, claro; la dentadura, no lo sé).
Pues mira, él se
lo perdía. Si no quería masticar chicle,
que masticara aire y que se aguantara. Yo ya me había
cansado de ser educada con un señor tan antipático,
así que me propuse no abrir la boca durante toda
la noche. Salvo para cenar y para volver a meterme el
chicle en la boca, claro.
7
LA CENA
Al entrar en el comedor,
olían tan bien los entremeses que se me pasó
un poquito el enfado. Más tarde vi que el primer
plato eran espaguetis, mi comida favorita, y me desenfadé
del todo. Entonces decidí volver a ser encantadora.
Y para ello, nada mejor que utilizar las técnicas
de encanto y de educación de doña Clotilde.
Mientras cenábamos,
me di cuenta de que cada vez que don Ricardo aspiraba
un espagueti, se le escurría un poco de tomate
por la barbilla. Fui hasta su sitio y le dije:
-Mira qué morros
tan sucios te has puesto, cochinito.
Después, le limpié
la boca y sus alrededores con ese baberito que a veces
llevan los señores y al que le llaman corbata.
Y, ya puestos, como don
Ricardo tenía catarro, aproveché el viaje
para sonarle la nariz con el baberito.
Luego volví a mi
silla toda orgullosa de mí misma. Ni doña
Clotilde hubiera sido capaz de mejorar mi encanto.
Apenas terminamos de cenar,
mi madre dijo que teníamos que irnos porque era
la hora de acostarme. Y don Ricardo, en vez de decirnos
que nos quedáramos un poco más, como hacen
siempre mis padres con sus visitas, dio un suspiro de
alivio, que yo lo oí.
No había visto
un señor tan antipático en mis siete años
de vida, ¡que ya es decir!
Pero, bueno, como ya nos íbamos, hice un esfuerzo
más por ser educada y le solté la despedida
favorita de nuestros visitantes, más o menos:
-Adiós, cara sucia,
pórtate bien y no seas tan gruñón.
Cuando nos dirigíamos
hacia el coche, yo iba dando saltitos de alegría
por lo bien que me había portado.
Es verdad que me limpié una o nueve veces las
manos con el mantel, pero sólo cuando no me miraban.
También es cierto
que dejé el chicle encima de la mesa, pero lo
escondí dentro de una ostra para que no lo viera
nadie. Justo la ostra que cogió don Ricardo y
estuvo masticando durante media hora.
Y, aunque al principio
se me olvidó limpiarme los labios antes de beber,
luego me acordé y froté el vaso con la
servilleta para limpiar la huella de mis labios. ¡Y
hasta le eché saliva para dejarlo más
brillante todavía!
Salvo esto, la verdad
es que me había comportado como la niña
más educada y más encantadora del mundo.
Estaba segura de que mis padres me iban a comer a besos.
Pues, ¡ja!, de eso
nada, monada. No te vas a creer lo que me pasó.
Por poco me comen, sí, pero no precisamente a
besos.
8
EL CASTIGO
En cuanto nos metimos
en el coche, me miraron muy enfadados y comenzaron a
lanzarme no besos, no, como yo esperaba. Lo que me lanzaron
fue un montón de "cómohaspodido":
-¿Cómo has
podido hacernos esto?
-¿Cómo has
podido llamarle marranito a don Ricardo?
-¿Cómo has
podido decirle que tiene cara de malo?
Y no sé cuantos
más.
Yo no podía creer
lo que estaba oyendo. Me quedé tan sorprendida
que no abrí la boca durante todo el viaje. Aunque
también es verdad que si hubiera querido decir
algo, tampoco habría podido, porque ellos no
pararon de hablar y hablar. Y, además, los dos
a la vez, por lo que apenas se les entendía nada.
Lo que sí pude
oír es que repetían muchas veces: "Madre
mía, madre mía", lo que me pareció
muy mala señal
También me fijé
en que cada vez que uno le hablaba al otro de mí,
decía "tu hija", en vez de "nuestra
hija", lo que me pareció una señal
todavía peor.
Cuando llegamos a casa,
seguían, dale que te pego, con lo mismo. Total,
que me acostaron sin ni siquiera contarme un cuento
y me castigaron con no salir hoy de casa en todo el
día.
Y, nada, pues que aquí
estoy pasando el sábado, en mi habitación,
tratando de comprender qué es lo que hice mal.
Porque es lo que yo digo,
si mis padres están siempre pidiéndome
que me comporte como una persona mayor, ¿por
qué cuando me porto igual, pero lo que se dice
igual que una persona mayor van y me castigan?
Hombre, puestos a pensar,
la verdad es que no me extraña que a la gente
no le guste que le aprieten los mofletes, ni que le
dejen la cara mojada después de besarla, ni que
le digan que tiene cara de mala, ni nada de eso.
Pero es que a mí
me lo hacen constantemente y tengo que aguantarme, y
encima dar las gracias porque si no, me llaman maleducada.
Y si resulta que si soy
yo la que les hago eso mismo a los mayores y van y gruñen
y no me dan las gracias, pues otra vez soy yo la maleducada.
Esto es lo que a mí
no me entra en la cabeza. Yo no sé si la rara
soy yo o son ellos. Y a mí me da que los raros
son ellos, porque os voy a contar la última.
Cuando estaba en mi habitación,
yo oía que mis padres no hacían más
que hablar todo el rato. Como me daba en la nariz que
estaban hablando de mí, salí al pasillo
para escuchar y oí que mi padre decía,
riéndose a carcajadas:
-¡Ja, ja, ja! Llevo
años deseando decirle a mi jefe lo que hoy le
ha dicho MI hija.
Bueno, y ahora que he terminado de contarte por qué
me han castigado, ¿qué me dices?, ¿son
o no son raros los mayores?
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Última modificación:
19-07-2017 11:21
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