Fábula. Revista literaria
Asociación Riojana de Jovenes Escritores y Artistas
ISSN: 1698-2800
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TODAS LAS PALABRAS
Eugenio Sáenz de
Santa María
Segundo premio en el X Certamen de Narrativa de la
UNED (1999).
Fábula Nº 17/19, p. 104-108
Cada uno lleva su cruz
a cuestas y la de Zacarías era que las palabras
se le caían hacia adentro. No es que fuera mudo
o un tímido crónico. Hubo algún
tiempo, tan alejado ya que casi nadie lo recuerda, que
habló, y lo hizo bien. Pero a partir de un día
aciago cada palabra, todas las sílabas, letra
a letra, se le despeñaban garganta abajo sin
que pudiera poner remedio a tan desesperante circunstancia.
Él, al principio,
no entendía qué pasaba; con la lengua,
que poco a poco se le iba entumeciendo por el desuso,
trataba inútilmente de empujar los vocablos más
allá de sus labios. Pero era una tarea vana.
Los labios, finos y pequeños, se agrietaron,
y la lengua comenzó a dormir un sueño
cargado de palabras del que ya no se despertaría
sino en una postrera e inútil ocasión.
Día a día Zacarías constataba que
todo lo que pretendía expresar, aunque fuera
el más diminuto monosílabo, se deslizaba
por el esófago, abarrotándole las entrañas
de una molesta pesadez que ninguna sal de frutas lograba
aliviar.
Zacarías trató
de recordar cómo comenzó su particular
calvario. Con las más finas pinzas de la memoria
evocó la ocasión en que, con el ánimo
alterado por la emoción, había pretendido
recibir siguiendo las ordenanzas a su tío Germán,
a la sazón Teniente General de la IV Zona Militar.
A la puerta del cuartel, con un impecable corte de pelo,
el uniforme de gala sin una arruga y la más exquisita
posición de firmes, saludó a su tío.
Zacarías quiso decir "a las ordenes de Vuecencia",
y sin embargo nada pudo pronunciar, ni entonces, ni
durante los cinco días de arresto en la batería
(castigo que pudo ser mucho más riguroso si no
llega interceder la tía Mercedes, "pobrecito,
no le ha dado tiempo a contar las estrellas, con todas
las que llevas encima de la hombrera Germán;
Mercedes, no me digas lo que tengo que hacer con la
tropa, bastante tengo con lo de casa; nada, nada, sargento,
al mastuerzo de la puerta le mete usted cinco días
de arresto por no saludarme, ni como mando, ni como
hermano de su madre" ).
Esas, que en verdad fueron
las primeras palabras que engullera con conocimiento
desconcertado Zacarías, se perdieron entre las
vísceras, el olvido y un rencor muy marcial y
muy afilado que desde entonces siempre le profesó
al tío Germán, ese imbécil.
Sin embargo, la primera
ocasión en que las palabras se dilapidaron sin
mesura, fue la noche que quiso declararle su amor a
una chica de voz lisa. Zacarías pretendía
susurrarle, suavecito y al oído, princesas, imperios
azules y labios luminosos. Las palabras, para su desesperación,
se deslizaron hacia la tráquea sin que pudiera
evitarlo, mientras el silencio, un silencio cargado
de heraldos, invadía el espacio que se iba abriendo
entre los dos. La muchacha le adivinó la intención
y dejó sobre la boca seca de Zacarías
un beso delicioso que le supo a gloria. Sintió
los labios tanto tiempo deseados un segundo después
de que ella le dijera "qué tímido
eres Zacarías". Él quiso decir "no",
con el sabor de su piel, con el olor de su pelo frágil
aún enganchado (Zacarías entonces no supo
que sería para siempre) entre su boca ya inútil
y el corazón acribillado. En vez de demostrar
su otrora brillante don de la palabra, sintió
en sus entrañas cómo las palabras se precipitaban
con estruendo de guijarros en un cascajal.
El asunto no mejoró,
sino que comenzó a tomar el color de los grillos
en las noches de verano. Durante un par de semanas después
de lo ocurrido con la chica, Zacarías dedicó
las horas a deambular por la casa familiar tratando
de evitar, en lo posible, a sus miembros y al servicio.
Aunque eran muchos y de hábitos imprevisibles,
la vivienda se desparramaba amplia, con múltiples
salones, rincones donde nunca se acumulaba el polvo
y pasillos que se cruzaban formando un dédalo
en penumbras. La casa se extendía inmensa e intrincada
como un museo nacional, de unas proporciones tan extraordinarias
que Zacarías siempre había tenido la íntima
seguridad de que ni siquiera su madre, que había
invertido los primeros quince años de matrimonio
y una parte de su fortuna en adornarla, la conocía
en toda su extensión.
Durante aquellas primeras
semanas de sufrimiento Zacarías se recluyó
en su habitación, unos cuantos metros cuadrados
en lo más recóndito de la vivienda donde
tenía su particular refugio, el tesoro de su
vida. Allí colgó, después de arrancar
unas cuantas fotografías fedatarias de otros
momentos felices de palabras, gritos y frases malgastadas,
un espejo barato que había comprado en el mercado.
Eligió la silla más cómoda, colocó
el azogue frente a él y seleccionó, entre
todos, su vocablo preferido: "cereza". Sólo
pudo sentir, mientras observaba abatido el reflejo de
su impotencia, cómo las letras resbalaban y caían
hacia el estómago. "Menos es más",
pensó al optar por un monosílabo que se
adecuara a sus carencias, "por qué no sol,
mar, si me esfuerzo un poco puede que hasta luna, un
delicioso bisílabo". El silencio, apenas
importunado por unos ridículo silbiditos que
surgieron de la boca, inundó la habitación,
su reino de otro mundo, su vida.
Así transcurrieron
los días, las semanas, varios meses. Un tiempo
de infinito tormento, de tripas abarrotadas de palabras
fallidas que Zacarías llenaba con más
lecturas, sueños y cuentos. En su callada soledad,
esas fueron las únicas estrategias que se le
ocurrieron para vadear, por el lado menos profundo,
la condena del mutismo. Llegó el invierno, el
frío en las calles y en el ánimo derruido
de Zacarías. Fue precisamente en la comida del
día de Navidad cuando su madre observó,
antes de ordenar al servicio que sacara los aguamaniles
con el agua de limón, "a Zacarías
le pasa algo, lleva unos días algo mustio".
Los hermanos y el padre, que siempre habían considerado
a doña Amalia una fina psicóloga frustrada,
miraron a Zacarías, se miraron entre sí
y asintieron complacientes mientras se bebían,
sin hacer el más mínimo ruido, el contenido
tibio de los lavamanos. "Con vosotros no se puede",
dijo contrariada la madre de familia, "a ver, Concepción,
saque el vol au vant del horno; y tú, Zacarías,
mañana sin falta al médico conmigo, ya
veremos si hablas o no".
De nada valieron los diplomas,
los títulos, los solemnes certificados con que
el doctor Mirandón tapizaba hasta el último
centímetro de su consulta. Toda su ciencia se
evidenció insuficiente para siquiera comprender
el problema de Zacarías, la cruz de su corazón.
Le hizo pruebas, lo atiborró con cuestionarios
ridículos y le hizo sentirse un poco más
extraño, una pizca más taciturno. Cuando
salieron de la última sesión, durante
la cual el galeno miró a Zacarías con
un rastro de odio por su primer diagnóstico desbaratado,
su madre sintió un destello de victoria aplazada.
"No te creas que esto va a quedar así, mañana
mismo te llevo al especialista, al, al.... al que sea".
El especialista se lo
recomendó la viuda Iriarte, doña Teresa,
"sí hija, sí, tienes que llevarlo
al logopeda, claro, seguro que él te puede ayudar,
ya lo verás".
Pero ni Zacarías
ni su madre pudieron ver nada, a no ser las exageradas
facturas que el doctor enviaba a casa en unos elegantes
sobres color salmón. Cada vez que el padre de
Zacarías llegaba a la hora de la comida, miraba
la bandeja de plata donde la criada le dejaba el correo.
Durante una temporada, los dos meses largos que su hijo
acudió a la consulta acompañado por la
madre atosigante, al atisbar entre el resto de la correspondencia
una brizna del alarmante color de las minutas del logopeda,
el buen hombre se iba a comer al Círculo, arrastrando
tras de sí una salmodia que nadie pudo, nunca,
llegar a entender.
Del especialista lo llevaron
al cirujano, que tras una dolorosa operación
certificó que las cuerdas bucales de Zacarías
estaban en perfecto estado. De él, su madre lo
hizo acudir a unas sesiones de hipnosis inducida, de
la que sólo se sacó en claro de el muchacho
tenía enquistada en el subconsciente una misteriosa
atracción por las masas oscuras de agua. En un
postrer intento, que ya no tenía otro fin que
dejar a salvo la conciencia materna, Zacarías
estuvo en la chabola de un curandero en los arrabales
del río. Bajo la tejavana, entre los frascos
de mixturas, la mirada escrutadora de un búho
disecado y el burbujeante hechizo de la marmita, sobreponiéndose
al ácido olor de Olegario, el curandero, el chico
tuvo que aguantar durante horas unos emplastos nauseabundos
que aquel médico apócrifo le colocaba
bajo la lengua. "Esto te soltará las palabras,
es una fórmula que me enseñó el
mismísimo Merlín, en un akelarre en el
que invocamos su espíritu, era cosa de ver zagal,
el mago de los magos". De las sesiones con Olegario,
Zacarías sólo tuvo que lamentar una infección
en las encías y el recuerdo, que le acompañó
unos meses, del desagradable olor de aquel farsante
sin malicia perdido en su magia.
Entre las visitas a médicos,
brujos y otra caterva imprecisa de buscavidas, Zacarías
continuaba, cada noche, su particular terapia en busca
de algún vestigio, el más ínfimo
recuerdo, de su antiguo don de la palabra. Después
de cada cena evitaba sentirse culpable por las mal disimuladas
lágrimas de frustración de su madre, y
se recluía en la habitación, entre sus
libros. Pero aun con la puerta cerrada y con el corazón
poco a poco más encallecido, oía los ahogados
murmullos de indignación del resto de la familia.
Una vez superados sin éxito los recursos de la
ciencia, dejadas por imposibles las artes mágicas,
a sus progenitores sólo les quedaba achacar la
parquedad de palabra de Zacarías a su indómita
voluntad, a un nuevo y disparatado capricho del niño.
El niño ya no
lo era tanto. Cuando cumplió los treinta, y como
consecuencia ineludible de la secreta fórmula
con la que cada noche trataba de volver a oír
el sonido de sus palabras, Zacarías se fue convirtiendo
en un obeso deforme y repulsivo. Todas las palabras
, absolutamente todos los versos, hasta el más
diminuto signo de puntuación que noche tras noche
trataba de volver hacer brotar de su boca exánime,
más allá de la marchita flaccidez de la
lengua, se acumulaban entre vísceras y piel,
dificultándole los andares, la respiración
y el último rescoldo de orgullo que aún
conservaba intacto en su corazón.
Los brazos se hincharon
sin mesura, las piernas ya eran una masa adiposa sin
solución de continuidad desde el muslo hasta
el tobillo; bajo su mentón, una papada amplia
y oscilante como las ubres de una vaca vieja, flameaba
con cada vaivén de la cabeza. El abdomen, en
concreto, comenzó a tomar proporciones bestiales,
casi proboscidias. Algunos amigos que todavía
conservaba le propusieron que dejara de beber, durante
un tiempo, las ingentes cantidades de cerveza con las
que cada día intentaba aliviar, en lo posible,
la melancolía que le endurecía su silenciosa
soledad.
Pero él sabía
que la deforme figura, su vientre abultado, no eran
sino palabras fallidas, millones de vocablos impronunciados
que se amontonaban sin orden bajo su piel. Cuando los
amigos le palpaban la tripa, redondita y tibia, a Zacarías
le atacaba con saña la tristeza, se terminaba
de un trago su jarra de litro de cerveza y huía,
a la velocidad que le permitía su cuerpo colosal,
hasta su refugio, hasta la habitación forrada
de libros. Y allí esperaba el alba, cebando el
tiempo y sus entrañas de historias sin historia,
de versos que nunca conocieron la luz de la palabra,
ni el roce de los labios, de una esperanza sin fundamento
que le permitía sobrevivir, día a día.
Cuando cumplió
los treinta y cinco, su padre murió de un ataque
de miocardio, un descalabro que le azotó la víscera
con un trallazo sigiloso y certero, en una hora de la
noche que nadie conoció. Su madre se sumergió,
tras respetar un luto liviano y teñido por los
hipócritas tintes del qué dirán,
en una frenética peregrinación por los
casinos de toda Europa. Los hermanos de Zacarías
se hicieron cargo de los negocios de su progenitor con
una satisfacción muy mal disimulada.
Con el interesado consejo
de un abogado indocto, charlatán y vocinglero,
con tan pocos escrúpulos como tino para elegir
la indumentaria, liquidaron con prisa y sin pausa el
patrimonio familiar. Zacarías mientras tanto
lloró la ausencia de un hombre con el que nunca
había podido hablar, ni siquiera cuando aún
podía gozar del sonido de sus palabras.
El día que, en
el inexorable turno de la rapiña, fue la hora
de mal vender la casa que durante décadas había
acogido a la familia en sus profundidades laberínticas,
los hermanos de Zacarías se lo encontraron, cómo
no, en su habitación. "Anda, mira éste,
ya sabía yo que se pasaba algo por alto".
Tardaron no mucho más de un cuarto de hora en
solventar el problema que un débil pábilo
de conciencia les imponía. A esas alturas de
la liquidación del caudal relicto, cuando ya
estaba dilapidado casi en absoluto, se acordaron de
una diminuta porción que su padre poseía
de la casona solariega del tío Vicente, en las
frías soledades de la serranía, "allí
estarás muy bien, Zacarías, con tus libros,
los podencos del tío y las copas de licor de
avellana".
Hacia el pueblo partió
el hombre informe a bordo de una furgoneta que cargaba
mucho, muchísimo más que su cuerpo abultado
y los miles de volúmenes atesorados tras años
de silencio y palabras engullidas. El conductor no le
dio conversación durante todo el viaje porque,
aunque él sí podía hablar, había
decidido no hacerlo un día que se levantó
con mal humor. Una mañana casi olvidada cuando,
al ir a despertar a su hija para llevarla a la escuela,
comprobó con un amargor en el paladar de sospechas
confirmadas, que se había fugado con aquel mastuerzo
de la banda de músicos.
En el pueblo lo recibió el tío Vicente,
con quien el Zacarías se entendió casi
desde el primer apretón de manos porque él
tampoco hablaba. Solo fumaba y silbaba a sus tres podencos
canarios que le seguían como unas rémoras
caninas. El pariente le mostró su habitación,
una alcoba inmensa y huérfana de muebles. Sólo
una cama, inabarcable como la pampa, ocupaba el centro
de la estancia. Sólo el lecho baldaquinado y
un mar blanco de luz que entraba por los ventanales
horadados a sur y a poniente. Bajo la cama habían
colocado gruesos refuerzos de madera de pino para que
aguantara la mole que se le venía encima. Durante
todo el día Zacarías dirigió las
labores de los dos hombres que llevaban la mudanza,
una estiba constante de cajas cebadas de libros que
dejó maltrechos los riñones de los trabajadores.
Cuando terminaron la labor
Zacarías tuvo una intuición. Eligió
una caja al azar, desparramó su contenido sobre
el suelo ajedrezado y tomó el primer volumen
que el capricho puso en sus manos. Acarició el
libro con la íntima sospecha de que quizá
en su nuevo hogar, alejado ya de la casa familiar y
sus angustias, quizá pudiera volver a disfrutar
el tan olvidado como añorado sonido de las palabras
pronunciadas. Miró el título y sonrió
al recordar las tardes de poesía bajo los árboles
del río, más allá de los veranos,
"una palabra, sólo una, papel". La
ingratitud del destino se cumplió con rigor de
cuartel y la palabra, letra a letra, se abarrancó
entre sus vísceras junto a la constelación
de vocablos que hinchaban el desmesurado corpachón
del condenado. No tuvo fuerzas ni para dejar caer una
lágrima que él casi consideraba necesaria.
Pasó un par de semanas construyendo con maderas
los anaqueles definitivos para su tesoro, sin tratar
de leer una sola línea, ni un miserable verso.
En el pueblo, con el tiempo, los terminaron conociendo
por Los Mudos, el uno porque le daba la gana, el otro
porque no tenía otro remedio. A Zacarías,
como pasa con todos los obesos desproporcionados, los
vecinos lo trataban con un cariño cargado de
arrumacos. Cuando paseaba su cuerpo bamboleante por
las calles de la villa y se sentaba en algún
poyo para recuperar el aliento, las mujeres que trajinaban
en las casas le ofrecían limonada y galletitas
de mantequilla. Los hombres, cuando recalaba en el bar,
le convidaban entre saludos a embutido y jerez seco.
Todos habían naufragado en la creencia de que
la gordura del nuevo miembro de su comunidad era una
consecuencia de la glotonería, o del comprensible
pecado de la gula, "dale, dale un poco de jamón,
que disfrute por lo menos".
Pasaron los años
durante los cuales Zacarías perseveraba, cada
noche, en su terapia para volver a pronunciar un ramillete,
aunque fuera raquítico, de palabras. Entre tanto,
con el tío Vicente sólo hablaba por señas
o pintando en una tablilla de pizarra que le había
regalado el cura. Al tío no le gustaba hablar,
y hacerlo con uno que él creía mudo le
parecía una estupidez. El tiempo pasaba y a Zacarías
cada día le costaba más moverse, salir
de casa, respirar.
Cuando llegaron las fiestas
del pueblo las calles se engalanaron de luces de colores,
de candilejas, de bullicio de verano. Todo el mundo
salió a la plaza a disfrutar de la verbena, a
sentir en los dientes el frescor del vino bebido en
porrón. El tío y Zacarías también
se acicalaron para salir la noche del día del
patrón a dar una vuelta y tomarse unas cervezas.
Fue entonces, cuando el
hombre con el cuerpo más desproporcionado de
la región pidió una caña, cuando
un capricho de diosecillo le hizo dar las gracias a
la chica que le sirvió. Ella no se percató
del milagro pero Zacarías, por la sorpresa, casi
pierde el equilibrio y cae sobre unos niños que
jugaban a la sombra de su enorme figura. Salió
del local derramando sin cuidado la cerveza, caminó
hacia un rincón de la plaza vacío de gente
y ganado por las sombras, y se dispuso a consumar el
prodigio, "puedo hablar, puedo hablar". Pensó
que el momento merecía que empleara algo de tiempo
en elegir, entre todas las que sabía de memoria,
las palabras lustrosas que inauguraran su boca inútil,
"volveré a intentarlo con túnica,
o con lares, puede que hasta hecatombe".
Nadie pudo distinguir
el estallido del cuerpo de Zacarias porque en ese preciso
momento Basilio, el alguacil, había prendido
la mecha de las tracas que habían traído
de Valencia. Entre las explosiones y los colores de
la bóveda estrellada, entre los gritos de admiración
y espanto de los vecinos, nadie se percató de
que cuando Zacarías trató de pronunciar
la palabra rosa, su cuerpo reventó como un globo
exhausto. Las últimas letras con las que pretendía
recuperar la palabra ya no encontraron lugar en el cuerpo
abarrotado del fenómeno, y sólo sirvieron
para dar la paz a un espíritu atribulado. En
el suelo, desparramadas como las hojas de la chopera,
crujientes y amarillas por la oscuridad, todas las palabras
que durante años había engullido formaban
una alfombra increíble que pronto comenzaron
a pisar las parejas del baile.
Sólo una niña,
con la curiosidad aún intacta, se agachó
para recoger una de ellas, que se había quedado
enhebrada en la sonrisa apaciguada de Zacarías.
"Miel" pronunció la niña con
palabras sólidas, con esa adorable dificultad
de los que comienzan a internarse en la espesa maleza
de la letra impresa. Luego tiró de otra letra,
que arrastró como la cola de una cometa loca,
un verso viejo, "nací en un día sin
luna". La niña se lo llevó a casa
y lo guardó entre su colección de flores
secas.
El tío Vicente
no se extrañó mucho de la ausencia del
sobrino, atribuyéndola en el fondo de su indolencia
a un amor fugaz, o a un capricho de la juventud. Sólo
cuando pasaron dos años sin noticias del chico,
se atrevió a entrar en la estancia que, por el
desuso, se había encanecido de polvo. Y desde
ese día el tío Vicente pasaba las tardes
leyendo los innumerables volúmenes de la biblioteca
de Zacarías, en voz alta, ante la aburrida mirada
de sus canes. Unos animales a los que la naturaleza,
quién sabe por qué razones, no les ha
otorgado el inestimable don de la palabra.
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Última modificación:
19-07-2017 11:21
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