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Fábula. Revista literaria
Asociación Riojana de Jovenes Escritores y Artistas
ISSN: 1698-2800

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LOS GRUESOS HILOS DE LA LLUVIA
Jesús Ángel Teso

Fábula Nº 17/19, p. 131-137

     Ella llegó a Piedras Blancas con el declinar de una primavera lluviosa (llovió tanto y de tantas maneras que Chucho y yo poníamos nombres a la lluvia siempre distinta de cada tarde); se apoyó en la baranda del tele club y si la notamos fue porque la sombra de su cabeza ensombrerada llegaba justo hasta la cuneta del caminito que llevaba al río, justo dónde Chucho y yo nos sentábamos entre chopos y aligustres a medir el largor de las sombras forasteras o la intensidad del dolor futuro que seríamos capaces de tolerar.
Cuentan que llegó en carruaje tirado por una recua de seis yeguas. Que Viejo la vio llegar, olfateó y dio la voz de alarma con grandes ladridos aunque de eso nada sé porque no lo vi. Lo único que entonces vi fue aquella sombra de su sombrero en el que se mecía una margarita mustia, y luego los ojos de Chucho que, como siempre, se anticiparon a los míos en busca del negror que proyectaba un pecho; o sus caderas estiradas contra los setos hasta luego encontrarla, apoyada de nuevo, con sus manos enguantadas sobre la baranda, acaso ya olfateando la huella del hombre futuro que la mantuviera el resto de su vida, aunque no le prometiera absolutos en las largas noches oscuras en las que un corazón de hembra como el suyo los necesitara.
     La recién llegada se dio la vuelta y con su giro las sombras que partían de sus tacones (margarita, hombros; el Chucho insistió que también las tetas se retemblaron contra los aligustres en cuyo verdor reposábamos los pies desnudos) terminaron desapareciendo. Luego ella tomó un cigarrillo con sus dedos finos y le pidió fuego a Guapo, quien se lo dio según el protocolo: palpándose lentamente los abdominales musculosos en donde jamás escondía las cerillas, alargando luego el torso, arrimando las ascuas de sus ojos de bandido cortejador hasta el cabo del Gitanes, y dejando que los rayos del sol o una mano prestada que pasaba casualmente por allá obrara el milagro de fabricar la lumbre.
     Han podido pasar muchos años, veinte o tal vez más, pero recuerdo aquellas palabras de Chucho que eran como una apuesta:
     -Ella será para el que soporte el dolor más fuerte de nosotros dos.
     Luego la mujer desapareció por la puerta abierta del tele club, tal vez del brazo de Guapo, tal vez ella ya se sostuviera sola: la margarita en su sombrero aún asentada sobre el pasto que formaba la tela verde, el dibujo de sus nalgas todavía un segundo más, engullido por la cortina de largas tiras de plástico y unas manos, las mías, recogiendo tontamente el beso inexistente que me dejaron sus labios ya sin sombra.
     La volví a ver al domingo siguiente, a la salida de misa de doce, recortada su silueta contra el frescor pinchudo de las acacias en flor, con su sombrero desnudo de margarita, acariciando con las yemas de sus dedos las tiñas en la cabeza de un monaguillo cualquiera que pasaba por allá, haciéndose querer o ser vista o las dos cosas por quienes le convenían.
     En la plaza, el mucho calor había exprimido el agua laxante de los tamarindos. Creo que adelanté con las manos las caricias que jamás le daría a su cuerpo. O eché al aire unos besos que cayeron en la polvareda de un suelo quemante. Creo que ella me miro con calma, exhalando el lento humo negro que la chupada al Gitanes le alojó en los pulmones. Luego pasaron dos coches rojos: un SIMCA 1000, un SEAT 1500, lo recuerdo bien. Ella adelantó su mano a modo de parasol y se quedó mirando en lontananza: justo allá donde la Sierra de la Culebra se unía con el azul, dibujando con tintas de pinos las inasibles caderas de una mujer gigante (si se la miraba desde el cielo). Nada supe de ella hasta que llegó aquella misma noche. Algo de Manolo Escobar sonaba en el tocadiscos del tele club, volaban mariposas muriéndose contra la luz sucia de una bombilla, creo que la precedió un olor como a limpio, a febrífugos caseros con agua de romero, o como a repelente de insectos, como a bacinilla de hospital con alcohol o desinfectante y jeringuillas en su interior.
Debió pasar cerca de mí: el viento filtrado que dejaron sus caderas o sus hombros cortando el aire me envolvió el cuerpo. Luego debió decir:
     -¡Buenos mozos en este pueblo!
     Palabras que no casaban a como el sueño de la tarde o de todos nosotros la había fabricado; a su llegada en carruaje tirado por yeguas, a su sombrero con margarita, a su forma lánguida de fumar los Gitanes, a sus posteriores hibernaciones o ausencias sospechosas entre domingo y domingo, o misa y vermú y misa y vermú; a las habladurías que la creaban, que la hacían surgir de una casa cualquiera de caminantes, parida por un pasado obscuro, con drogas o prostitución de por medio, apuestas a caballos, dineros gastados, fortunas arruinadas para al fin recalar en un pueblo perdido, Piedras Blancas, en donde echar el anzuelo para que picara el primer paleto acomodado de turno que prolongara, al menos por unos meses más, sus ansias de vampiresa o la posibilidad de que estas duraran; de devoradora de corazones crudos de hombres que jamás eran el mismo en ninguna vereda ni encrucijada ni destino, ni oscura morada del alma en la que una hembra de bandera, como lo era ella, se encontrara en aquel preciso momento.
     Quien sabe el porqué mientras me sostenía ella otra vez la mirada yo me acordara de aquellas palabras de Chucho, ella será para el que soporte el dolor más fuerte de los dos, que me vinieron a la cabeza de repente. Quién sabe si para Chucho se trataba de un "dolor" provocado o accidental. Si envolvía al cuerpo tal dolor como una faja de espinos o era más bien una laceración del alma. Quien sabe la razón de que aquella alambrada de espinos afilados se cruzara por medio en una tarde de lunes, en cierto salto en el aire de Chucho, en cierto juego que inventamos para no tener los pies quietos y con el alambre se fueron telas, quejidos, bragueta, escroto o un puñado de carnes sangrantes que en Chucho o en cualquiera duelen de sólo pensarlas.
     Luego llegó la larga convalecencia, tal vez la esterilidad para el resto de su vida aunque eso no se lo dieran por seguro. Y yo comprendí, tirando de aquella palabra muerta, esterilidad, que el dolor de Chucho era el máximo que cualquier ser humano podía soportar, no sólo en la carne sino también en el alma pues, ¿cómo explicarle al alma joven la casi plena incertidumbre de no poder tener hijos; de que, aunque se sea un fracasado o un idiota en la vida, como casi todos, jamás existirá esa mano joven que nos consuele en los últimos momentos; mano que, en fin, nos meza la cuna larga en la que damos las boqueadas; sin esa boca limpia que nos llame padre nunca más, Chucho, desde que una alambrada puñetera se te cruzó en el instante más bobo de un salto?
     Por eso que me retiré, se la puse en bandeja. La mujer quería a un manso o un castrado, según las malas lenguas del pueblo que también le crearon un pasado de disturbios, de venenos o pistolas, de amantes tuberculosos medio muertos ahora por las puñaladas que les dio su desprecio... No tardaron en casarse. El primer día de amonestaciones para la boda me enteré de que ella se llamaba Rebeca.
     Pasaron los años. Creo que por el camino me encontré con algunos, pocos días amarillos. Casi siempre eran grises y alguna que otra alambrada que se iba y venía, entre sueños, mordiéndome las partes generadoras, descomponiendo en el aire la palabra padre en todas sus letras, apenas en el bosquejo de cada una de ellas. Creo que también por el camino me casé y tuve dos hijos. No lo digo con mucha alegría: los nacimientos sucedieron en la parte más gris de dos días grises. Tal vez habría que preguntarse por la tristeza o el no sé qué de aquellos a los que la vida empuja a procrear con otra persona de la que no están enamorados.
     A veces, algunas noches negras, cuando el peso de su melena era tanto, ponía en el tocadiscos aquella canción de Perales o un bolero pintiparado para la amarga penumbra, y dejaba que los acordes o el perfume del vino excitaran la memoria de todo aquello que en mi vida pudo haber sido o no fue. No sé cuántas veces busqué a medianoche sus ojos en los míos, la simple sombra de un sombrero fantasma en lo azulado de los zaguanes, la terca negación de que aquello que yo sintiera desde el principio por Rebeca fuera amor, siendo que amor es algo supuestamente más grave, de menos soliloquios o artificios, más del orden de los latidos compartidos y profundos, los ayunos, las ojeras violáceas acumuladas tras mil noches mal dormidas; quién sabe si también es amor el gesto inequívoco de calentar un biberón para alguien no nacido, aun desde el primer contacto puro con el útero de su madre con ganas o dudas de lo uno y luego lo otro o viceversa de querer tener un hijo, yo sé lo que me digo, aunque me enrede. O el amor como escroto reventado por un salto idiota al vacío.
     Siguieron pasando los años. Chucho y Rebeca se habían trasladado a la ciudad, sin hijos por el momento que cargar como equipaje, con los últimos dineros que dieran las tierras ordeñadas para poder pagar un piso nuevo o para gastarlo en hombres y más hombres que el que tenía por marido, al que le faltaban los huevos según las vecindonas de Piedras Blancas. Más vicios en ella, más pieles de astracán según las malas lenguas fueron las que la llevaron a la ciudad. A ella y a su cabestro.
     Yo de eso no sé porque no lo vi. Sólo sé que ellos se fueron en el autobús, no en carruaje tirado por yeguas. Sólo sé que a Rebeca la pensaba de la siguiente forma: carne bella a la que los años pasados o el amargor del matrimonio sin descendencia le habían arrugado un poquito la cara, justo en lo imprescindible para no hacerla vieja. Acaso quise pensar otro día, de calor excesivo y pesantez de párpados, que a ella también le arrugó un poquito la cara (al menos la arruguita decimocuarta de su frente, la que se observa según se la mira de frente, un poquito a la izquierda) el estar casada con una persona que no era yo.
     Sólo sé que luego le perdí completamente la pista. Que pasaron más años y mis hijos siguieron creciendo. Que el calendario de la cocina de casa dejó de reflejar los nombres de los santos, a secas, para añadir los de otras palabras absurdas como mamografía, controlar tensión, exploración de colon o mañana seremos abuelos, por fin.
Creo que fue por entonces, en aquel año que trajera un día de felicidad y el resto de tránsito, de lenta y áspera espera ante la muerte, cuando recibí el telefonazo de Chucho. Al otro lado, una voz que no era la de él: la del niño castrado que yo recordaba, la de la sombra huesuda que apostaba sobre los senos abultados de otras sombras que eran de hembras y que se hacía llamar Chucho, que aseguraba estar casado con Rebeca, un matrimonio como todos, ni soso ni salado, mucho aguante de por medio, sin hijos, eso sí: los médicos acertaron en la previsión, además de para qué hijos ya a mis años, a nuestros años, bueno, y tú, ¿qué tal? Cuéntame qué tal te fue a ti.
     Luego que le conté, Chucho acertó a decir que aquella su llamada era una invitación a pasar una semana juntos, los dos matrimonios en la playa. Algo así como reunirse para rescatar el último eco o regusto de aquello que pudo unirnos en partidas de naipes, grasientas barbacoas, lento envejecer juntos y que no nos unió. Por eso, viejo, dijo Chucho, nos perdimos el conteo recíproco de erosiones, de ofensas en la cara de cada cual por obra y gracia del paso de los años, tantos que ya estamos acá, sin enterarnos, ya del otro lado, más cerca del allá que del acá, en fin, la puta vida que nos atravesó de por medio.
-Además, Rebeca tiene muchas ganas de volver a veros -dijo Chucho sin que le temblara un ápice la voz, creando la Belleza con el nombre recién pronunciado: Rebeca, un tronco limpio al que le fueron creciendo ramas blancas en cada silencio, hojas primorosas cuyos pinchos guapos llegaban al suelo enmoquetado del salón, brazos y piernas de madera y al punto una sombra cuyos senos llegaban hasta rozar el verdor de las alheñas.
Hubo aquí ese tiempo inútil dedicado a los preparativos del viaje, acordar una playa, un hotel recogido, no demasiado caro, tampoco barato, una fecha, una manera de trasladarse, tal vez la necesidad de una zambullida previa y muy necesaria en los brazos azules de aquel Mediterráneo de aguas entonces tibias.
     Rebeca tardaba en aparecer. Al parecer, estaba "algo transpuesta" y se había quedado en el hotel. Pero, ¡qué joven te veo!, me dijo Chucho luego de desgranar una ristra de miradas sobonas, de viejo verde, sobre los bikinis jóvenes en la arena ardiente. Seguía hablando Chucho pero yo no le hacía caso: volaban gaviotas, estábamos en la playa pero existió un segundo refractario a los ruidos en el que éramos todavía adolescentes, estábamos sentados con los pies desnudos sobre la mediana del camino; un tiro de yeguas relinchó a lo lejos al tiempo que Viejo ladraba, Guapo se rociaba de clorofila el aliento y ella bajaba del carruaje con su sombrero con margarita, o tal vez fuera enredadera entreverada de violetas lo que ahora Rebeca lucía hace ya tantos años en la cabeza.
     -Mira, por ahí llega.
     Inútil había sido pensar que el paso de los años le hubiera causado unas ofensas que yo no vi. Rebeca adelantaba un pie a otro; dulce era su caminar desnudo sobre la arena tostada. Se llegó a nosotros, nos saludó, quien sabe si con una báscula o una especie de fielato a mano pudiera haber medido la mayor largura del tiempo que sus ojos estuvieron en los míos, y no en los de otra gente. También eché de menos un pluviómetro que midiera lo más o menos húmedo de sus labios contra mi mejilla. O un barómetro para cotejar la presión atmosférica de su abrazo. Perdón por ser tan hortera.
     Apenas dijo nada salvo vermú con dos olivas, pídemelo, Chucho, anda, por favor, ya. Luego se metió en el agua, me preguntó ¿vienes? con la mirada; yo me excusé con la torpeza de un giro de ojos que, dubitativos, se dejaban el escroto en un salto alocado que terminaba de una mujer en otra, de la mía a quizás la mía, alegría toda, dicha plena, y si no, ¿a qué venía pedirme con la mirada, a qué obedecía la humedad profunda en sus labios; la mayor largura que su mano duró en la mía; a qué sus hombros como amasando el aire encendido, plegándolo o arrugándolo para acercarse a mí sin ser vista, iniciando luego una caricia furtiva que no sólo se adelantaba a sus brazos, sino que se orientaba en otro sentido o dirección al que éstos aparentemente tomaban, que era el camino del agua, del chapuzón, el moldear su cuerpo con la lencería de un agua bendita y dichosa? ¿A qué si no aquella forma que tuvo Rebeca de hacer el amor con las primeras olas que tal vez la excitaban con su forma, no por otra cosa sino por ser aquel oleaje lo más parecido a mi yo desnudo, a mi mismo amado (por ella)?
     La vimos entrar profundamente; no recuerdo el color de la bandera que reflejaba la peligrosidad de aquellas aguas, del mar algo picado. Algunas de las olas que llegaban a la orilla susurraban Rebeca. Otras advertían nos la comeremos cruda. Rebeca nadó más lejos, más reciamente: su cabeza era ya una manchita apenas sin sombras ni sombreros ni margarita; cuando volvimos la mirada, amusgando los ojos, ella ya había desaparecido.
     Nos volvimos locos todos menos Chucho buscándola, con los ojos adentrados a grandes brazadas en lo profundo del mar, con el sol que nos golpeaba reciamente en la mirada. Pensamos en alquilar una barca. Luego pensamos en lo estúpido que habría sido eso, en que así siempre hubiéramos llegado tarde. No sé cuánto tiempo pasó hasta que dimos parte al socorrista, el cual no había visto ninguna mujer ni ninguna cabeza ni ningún bañista desaparecer bajo las aguas.
     De mi azoramiento me rescató un viento raudo, áspero de granos de arena, perfumado de cremas de sol. Me dio por pensar que la mano de aquel viento, larga y estirada sobre la rada redonda, era la mano del Bautista que de lo profundo sacaría la cabeza de ella, bautizada ya, jamás pagana, sin pecado y sin otro nombre en los labios más que el mío. Pensé en lo infantil de la imagen, en la tranquilidad perversa de Chucho, en las manos crispadas de mi mujer, en que tenía que ensayar un grito quedo, que resonara sólo para mí, que dijera Rebeca de pronto o acaso Rebeca te amo, siempre te he amado, vuelve.
     Y sucedió que la misma mano del viento que nos la había robado la trajo de regreso, nadando lentamente, entornados sus ojos, presa su cuerpo de un espasmo dulce que ora la crispaba ora la distendía sobre los brazos mojados entre los que se acercaba a tierra. Rebeca entonces molusco bello qué susto nos has dado; pulpo hembra mala que apalear dulcemente en las nalgas; perrita traviesa a la que la más húmeda de las muertes dijo no hasta que no diera un beso de amor a su amante querido. Yo era cuerpo que salía de una chistera como por arte de magia y Rebeca asistenta de mago estéril que le da un beso en los labios al conejo blanco que era yo mismo.
     Luego de vermú con dos olivas, a continuación una reseca indiferencia en ella, lo que me hizo pensar que el mar nos había devuelto a otra mujer. A otra sí; no a la que me invitara con la mirada a irme con ella.
     -Pero, ¡vaya coincidencia que nos dieran lindantes las habitaciones! -dijo ella justo un poco antes de irse del brazo con otro hombre al que le sobaba el culo, seguro que le tocaba el trasero a Chucho al tiempo que musitaba en su oreja asquerosa esa pregunta imbécil, "pero cariñín, ¿no has sufrido por mí al ver que no me veías?"; ella más puta y reputa que nunca, más calienta pollas o lo que sea que se ha de calentar a un cabestro para que éste empine lo que no tiene, en eso sí, en eso tendría mucha experiencia Rebeca, y no en ver lo que era más que obvio: el amor que, como setas o caracoles después de la primaveral tormenta, crecía a puñados a su alrededor sin ella darse cuenta; sería gilipollas la tía.
     Frené en seco los latidos o las bilis que a mil por hora bullían en mi interior. Me di cuenta, camino de la habitación, de que tenía mujer, que ésta se llamaba Clara, que en la mano de Clara se había posado sin ganas mi brazo. Luego, en la siesta sin sexo que compartimos, escuché unos murmullos musgosos procedentes de la habitación de al lado. Luego "déjala ya" o "déjalo ya"; un volver a la carga con algo rudo, tal vez un insulto, la precisión quirúrgica de un manotazo, puede que un golpe, algo que se quebraba, el quejido lastimero de otro grito de mujer, tal vez un eco al fin placentero o un grito sofocado que no quise oír mientras elevaba el volumen del televisor.
     La tarde la pasamos ambas parejas por separado; ellos pretextaron una excusa burda: el largo viaje unido al nulo descanso hasta entonces. La necesidad de Chucho o de ella de prolongar el sueño reparador. Inclusive puede que un guiño echo de palabras y babas de Chucho en el sentido de que a él le costaba más (en la costa que en Madrid) que se le endureciera aquello que rajó el alambre de espinos; guiño que Chucho me envió a través del auricular del teléfono en una especie silencio que era un sobreentendido, una sucia ironía.
     Entonces tarde clara y Clara a mi lado; Clara sin palabras, paseando por el paseo marítimo, redundando los dos en esa manera inútil de silencio que nos envolvía desde hacía tantos años; puede que desde que tuviéramos el hijo que ya nos hizo abuelos cuando ya empezamos a practicar aquel juego perverso del no me hablas tú y viceversa, y menos mal los lloros, balbuceos o grititos del niño que remediaron las fisuras, las ansias de decir, pero decir, ¿qué?: las ganas de ser dicho de forma muy dulce por la boca del otro que jamás satisfacía, que jamás nada. Luego llegaron las largas primaveras que jamás alteraron las sangres y, aunque a instantes muy fugaces las alteraran, ya daba lo mismo.
     Yo pensaba, sí, todas esas cosas mientras paseaba con Clara. Pensaba también en Rebeca, en la posibilidad de haberla perdido para siempre después de no hacerla mía cuando pude, en el corazón de las aguas. Rebeca casi ahogada, por otro lado. Amoratada, hinchada como corcho quebradizo su carne tras largos meses o años en conserva sumergida en el agua; con asco los besos últimos depositados en sus labios inertes que ya tomaban tierra en el infinito camposanto de las aguas azules, siempre presentes.
     Pero si ella al fin ahogada, perder, ¿el qué? ¿Una silueta cuya sombra principiaba en un sombrero ridículo? ¿Una mirada, un domingo ya muerto, a la salida de misa, en los tiempos de Maricastaña?
     No; perder algo más: su última mirada, la presión acariciadora de su mano, repito, justo antes de vermú con dos olivas y aquel chapuzón bonito que casi me la extingue. Perder, también, ojalá, sus mañas lentificadas para excitar algo oscuro en la entrepierna de Chucho. Un algo amorfo de placer que brotara a las dos o tres horas de iniciarlo con su mano precisa, de uñas pintadas al desgaire. Perder un llegarse a su hombre sucio con lencerías blancas sobre carnes arrugadas, parche de Sor Juliana incluido, y otros apósitos para taponarle aquellas oquedades en los huesos que a Rebeca, como a Clara, seguro que le dejó en herencia la menopausia... Me estaba volviendo loco.
     Nos acostamos pronto: el sol se había sostenido sobre los alcores lejanos en difícil equilibrio de funámbulo y terminó derribado por la mano de uñas tibias de la noche más fosca que yo haya conocido. Quebraban las aguas oscuras las quillas de los cargueros camino del puerto. Sus reflectores reflejados en el agua marina construían pueblecitos con calles someras y bajeras, con iglesias de espadañas altas como mástiles, con campanas como bocinas que tocaban a rebato o a muerto o a gemido pelado en la larga noche. Luego algo musgoso, contenido: un "calla, por favor, calla ya... ¿No ves que pueden oírnos?", puede que a continuación "perra" o "perro" sarnoso/a; en todo caso, dicho con toda la fuerza de unos dientes; un llorar mascado que, desde la habitación de al lado, fondeaba en el embarcadero de sombras que la noche y una farola de luz amarillenta dibujaban en la pared medianera, justo la que nos separaba de ellos.
     -Estos tienen un solo problema que son muchos -empezó a decir Clara.
     -Y tú crees que...
     -Les va mal el matrimonio. Quizás -al estar a oscuras no le veía la cara a mi mujer.
     -Quizás, ¿qué?
     -Bueno, no sé si... A lo mejor nos llamaron no tanto para compartir una semana estúpida de vacaciones como para... ¿Sabes tú quién arregló el que nos dieran las habitaciones aledañas?
     -Pura casualidad. Rebeca dijo que...
     -Yo de esa mosquita muerta no me creo nada. Entonces -aquí larga pausa. O a lo mejor corta, para seres que como nosotros teníamos al silencio como el único lenguaje o dialecto desde hacía años-... Entonces digo yo que podíamos echarles una mano.
     -¿No será eso meternos donde no nos llaman?
     -Bueno, en fin, puede que sí... Pero podríamos hacer las cosas con discreción. Tú te podrías encargar de ella... Yo me confiaré con él. Pienso que de amigo a amigo acaso, no sé, quizá sea más… difícil recibir o, no sé, asimilar los consejos que se dan, no sé cómo decirlo... A Chucho le hará falta la versión femenina de la vida y a Rebeca al revés... Si no llueve nos va a matar el calor... Y tú, ¿cómo lo ves?
     Dormí cuatro horas aquella noche como era costumbre. Bebí leche fría y coñac caliente cuando Clara no me controló; eché luego los pies por delante sin mucho convencimiento, hasta que el ruido de una ambulancia me despertó del sopor. Sabía que Rebeca estaba en la playa, "paseando y tal" dijo Chucho, que se había quedado en el bar del hotel dudando si pedir "un café sólo o el certificado de mi defunción". A ella la vi después de trastear con los pies inútiles y desnudos por la arena, pinchándomelo a veces con piedrecitas o juguetes picudos de niños. Rebeca dijo algo y algo más aunque a mí sólo me llegó el saludo. Luego dijo vienes a bañarte pero yo preferí sol pegajoso, gritos infantiles y observar a unas mulatas que hacían peinados estilo africano en cabezas arenosas y peludas. Recordé que el fútbol club Barcelona estaba a punto de ganar la liga de primera división; recordé arañas o gusanos en mi cara a partir de las cinco de la mañana, como de costumbre; recordé y no pude, ni aun con el coñac, el sonido de aquellas palabras que quise decirle desde hacía tantos años, luego de misa de doce en cuya salida ella me miró.
     -Capaz que no sabes nadar -dijo Rebeca entre misteriosa y divertida, parapetada su mirada tras la mano abierta que le ocultaba nariz, labios, forma franca o fresca o no de reírse. Luego se zambulló en el azul, aprovechando la osadía de una ola que de deshacía en toqueteos a su cuerpo.
     Recordé también que yo llevaba teléfono móvil. Que Clara se quedó con otro aparato para que estuviéramos "en contacto". Me resultaba gracioso o hasta cierto punto estúpido el que, después de tantos tributos como pagamos al silencio, necesitáramos ahora comunicarnos tan imperiosamente: "cuestión de vida o muerte", dijo Clara, que me llamó pasado el mediodía de aquel martes mientras Rebeca todavía seguía en el agua.
     -¿Qué tal está ella? ¿Te ha dicho alguna mentira? No dejes que te mienta. Recuerda los gemidos, los gritos.
     -No me ha dicho nada de ninguna manera. Simplemente ella se está bañando.
     -Ah, bueno. Entonces estáis en la playa...
     -Ahí justamente estamos.
     Me colgó o le colgué el teléfono con fastidio. Rebeca apareció al poco: primero emergió su cuello, luego pechos, ombligo, caderas, rodillas, tobillos ascendiendo desde el color turquesa de las aguas. Me faltó el tiempo para echarle una toalla por los hombros. "Y, ¿qué tal tu marido?", pensé pero, en cambio, dije:
     -¡Qué calor!
     -Sí, precisamente. Si es que no llueve pronto, moriremos todos.
     Luego se tendió, extendiendo alcores y valles, fisuras y párpados desnudos, facultando la entrada en ella de un sol bragado. Creo que, antes de entrecerrar los párpados, me preguntó por Clara. ¿Qué tal Clara? Y yo, ya ves, bien, bueno, lo normal o lo que se espera de un matrimonio de largo recorrido aunque esto no sea, en puridad, hablar sólo de Clara sino de nosotros, de los dos.
     -Ten cuidado; nunca ha sido trigo limpio -me pareció que añadía Rebeca.
     Ring, Ring. Otra vez mi mujer.
     -¿Dónde estáis?
     -En la playa todavía. Contemplando el deep, deep blue.
     -¿Y Rebeca? ¿Qué tal?
     -Cuatro o cinco hormigas con alas andan practicándole la autopsia.
     -¡Ah, ya, es broma! Y tú, ¿has intentado algo?... Me refiero a si has hablado, a si has sondeado en...
     -¡Qué quieres que yo intente, salvo besarla a ver si despierta...! A ver si, de rana, se transforma en princesa.
     -Vale. Sigue intentándolo -dijo Clara y colgó.
     Ni por un instante me planteé lo que mi mujer estaría haciendo a esas mismas horas. Simplemente esperé paciente, ensayando la primera frase que no me salía; luego la primera palabra; mejor, pensé, empezar por la primera sílaba que le diría a Rebeca nada más despertarse, y que no hablara de lugares comunes, de madrastras brujas, ruecas que pinchan dedos o cien años dormida en lo alto de un castillo hasta que llega el caballero que...
     Rebeca despertó pasadas las seis. Evito aquí, por ahorrarme la calentura, las diversas formas en que mis manos acariciaron su cuerpo ausente, durante el sueño. Los entresacares de su húmeda lengua o de acaso otras partes mías, quietas en la realidad, pero de otra forma consideradas en el anhelo. O las veces que mis labios se llegaron a los suyos para luego recular, regresar sobre el aire hirviente y dejar tan sólo mis arrojos de enamorado en torpes gestos que le proporcionaran alivio o sombra. Entonces ocurrió acercarle la sombra de un parasol a su rostro dormido; colocar la visera, procurar que el viento de levante no manchara de arena su pecho, asegurar con mano y camiseta que el teléfono móvil no sonara o, de hacerlo, no la despertara o no quebrara aquel hechizo que la empezó a fabricar, arrastrada por un tiro de seis yeguas y habladurías de gentes que la llamaban buscona o algo peor, desde luego no bella durmiente; habladurías que a mí jamás me entraron en la cabeza.
     Pensé (o me pensé, mejor dicho) como el panzudo y arrugado amante que tiene la dicha de contemplarle el primer sueño; abuelo japonés que vela el sueño dulce de las vírgenes desnudas con su rugoso y feo aliento, mecedora de carne (era yo) que acalla el rumor de las olas que saltan, estridentes en los oídos. Tal vez pensé que ella me llamaría Chucho querido cuando despertara. En cambio, dijo:
     -¿Qué tal te va la vida? ¿Eres ya rico o has fracasado, como todos?
     Y fueron precisas estas dos preguntas para que ella siguiera en su lógica cadena de insultos de boca en boca, de habladurías que la creaban tal cual era: esqueleto de piel morena sobre párpados oscuros al que le importaba sólo el dinero. Luego era verdad que a Rebeca le importaba tantísimo el dinero.
Ring, ring. Otra vez Clara.
     -Tenemos que regresar. El nieto. Se nos ha puesto malito. Por cierto, ¿dónde estáis?
     -Seguimos en la playa.
     Del viaje de vuelta recuerdo la partida, poco más. Según el dependiente del hotel, había sido ¡¡¡yo mismo!!! quien había dispuesto que la habitación de ellos y la nuestra estuvieran lindantes.
     -Bueno, usted mismo por boca de su mujer, que fue quien lo reservó así.
     De la partida me viene ahora a la memoria un semáforo en rojo, la línea blanca en donde el coche se detuvo. Y allá, aparcado momentáneamente; la expresión en los ojos de Clara, frenéticos o acaso tristes, espiando un ángulo muerto del espejo retrovisor. Detrás nuestro había lluvia de tormenta y tal vez la cara de un hombre que no me era enteramente desconocida. Esa cara gris, rajada por los gruesos hilos de la lluvia, parecía estar esperando a que algo o alguien tomara una decisión.
     Del viaje de regreso poco más recuerdo. Me viene ahora a la memoria el lento tráfico, los cientos de coches de la misma marca y modelo pero de distintos colores que eran probados en la larga autopista. Y algo más recuerdo: que Clara regresaba de vuelta con la cara casi pegada a la ventanilla, perdida su mirada en el trigo marrón, corrompido al no haber sido segado. Desconozco si su mirada había o no lágrima y, si lágrima, era por razón del nieto malito o por algo distinto; acaso por sentirme yo defraudado con Rebeca o por otra cosa: el penar que la invadía dado que, tras tantos años sin vacaciones y para una vez que nos ponemos, tengamos que regresar porque alguien de la familia se nos pone malo. ¡Vaya por Dios!

 

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Última modificación: 19-07-2017 11:21

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