Fábula. Revista literaria
Asociación Riojana de Jovenes Escritores y Artistas
ISSN: 1698-2800
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LOS GRUESOS HILOS DE LA LLUVIA
Jesús Ángel
Teso
Fábula Nº 17/19, p. 131-137
Ella llegó a Piedras
Blancas con el declinar de una primavera lluviosa (llovió
tanto y de tantas maneras que Chucho y yo poníamos
nombres a la lluvia siempre distinta de cada tarde);
se apoyó en la baranda del tele club y si la
notamos fue porque la sombra de su cabeza ensombrerada
llegaba justo hasta la cuneta del caminito que llevaba
al río, justo dónde Chucho y yo nos sentábamos
entre chopos y aligustres a medir el largor de las sombras
forasteras o la intensidad del dolor futuro que seríamos
capaces de tolerar.
Cuentan que llegó en carruaje tirado por una
recua de seis yeguas. Que Viejo la vio llegar, olfateó
y dio la voz de alarma con grandes ladridos aunque de
eso nada sé porque no lo vi. Lo único
que entonces vi fue aquella sombra de su sombrero en
el que se mecía una margarita mustia, y luego
los ojos de Chucho que, como siempre, se anticiparon
a los míos en busca del negror que proyectaba
un pecho; o sus caderas estiradas contra los setos hasta
luego encontrarla, apoyada de nuevo, con sus manos enguantadas
sobre la baranda, acaso ya olfateando la huella del
hombre futuro que la mantuviera el resto de su vida,
aunque no le prometiera absolutos en las largas noches
oscuras en las que un corazón de hembra como
el suyo los necesitara.
La recién llegada
se dio la vuelta y con su giro las sombras que partían
de sus tacones (margarita, hombros; el Chucho insistió
que también las tetas se retemblaron contra los
aligustres en cuyo verdor reposábamos los pies
desnudos) terminaron desapareciendo. Luego ella tomó
un cigarrillo con sus dedos finos y le pidió
fuego a Guapo, quien se lo dio según el protocolo:
palpándose lentamente los abdominales musculosos
en donde jamás escondía las cerillas,
alargando luego el torso, arrimando las ascuas de sus
ojos de bandido cortejador hasta el cabo del Gitanes,
y dejando que los rayos del sol o una mano prestada
que pasaba casualmente por allá obrara el milagro
de fabricar la lumbre.
Han podido pasar muchos
años, veinte o tal vez más, pero recuerdo
aquellas palabras de Chucho que eran como una apuesta:
-Ella será para
el que soporte el dolor más fuerte de nosotros
dos.
Luego la mujer desapareció
por la puerta abierta del tele club, tal vez del brazo
de Guapo, tal vez ella ya se sostuviera sola: la margarita
en su sombrero aún asentada sobre el pasto que
formaba la tela verde, el dibujo de sus nalgas todavía
un segundo más, engullido por la cortina de largas
tiras de plástico y unas manos, las mías,
recogiendo tontamente el beso inexistente que me dejaron
sus labios ya sin sombra.
La volví a ver
al domingo siguiente, a la salida de misa de doce, recortada
su silueta contra el frescor pinchudo de las acacias
en flor, con su sombrero desnudo de margarita, acariciando
con las yemas de sus dedos las tiñas en la cabeza
de un monaguillo cualquiera que pasaba por allá,
haciéndose querer o ser vista o las dos cosas
por quienes le convenían.
En la plaza, el mucho
calor había exprimido el agua laxante de los
tamarindos. Creo que adelanté con las manos las
caricias que jamás le daría a su cuerpo.
O eché al aire unos besos que cayeron en la polvareda
de un suelo quemante. Creo que ella me miro con calma,
exhalando el lento humo negro que la chupada al Gitanes
le alojó en los pulmones. Luego pasaron dos coches
rojos: un SIMCA 1000, un SEAT 1500, lo recuerdo bien.
Ella adelantó su mano a modo de parasol y se
quedó mirando en lontananza: justo allá
donde la Sierra de la Culebra se unía con el
azul, dibujando con tintas de pinos las inasibles caderas
de una mujer gigante (si se la miraba desde el cielo).
Nada supe de ella hasta que llegó aquella misma
noche. Algo de Manolo Escobar sonaba en el tocadiscos
del tele club, volaban mariposas muriéndose contra
la luz sucia de una bombilla, creo que la precedió
un olor como a limpio, a febrífugos caseros con
agua de romero, o como a repelente de insectos, como
a bacinilla de hospital con alcohol o desinfectante
y jeringuillas en su interior.
Debió pasar cerca de mí: el viento filtrado
que dejaron sus caderas o sus hombros cortando el aire
me envolvió el cuerpo. Luego debió decir:
-¡Buenos mozos en
este pueblo!
Palabras que no casaban
a como el sueño de la tarde o de todos nosotros
la había fabricado; a su llegada en carruaje
tirado por yeguas, a su sombrero con margarita, a su
forma lánguida de fumar los Gitanes, a sus posteriores
hibernaciones o ausencias sospechosas entre domingo
y domingo, o misa y vermú y misa y vermú;
a las habladurías que la creaban, que la hacían
surgir de una casa cualquiera de caminantes, parida
por un pasado obscuro, con drogas o prostitución
de por medio, apuestas a caballos, dineros gastados,
fortunas arruinadas para al fin recalar en un pueblo
perdido, Piedras Blancas, en donde echar el anzuelo
para que picara el primer paleto acomodado de turno
que prolongara, al menos por unos meses más,
sus ansias de vampiresa o la posibilidad de que estas
duraran; de devoradora de corazones crudos de hombres
que jamás eran el mismo en ninguna vereda ni
encrucijada ni destino, ni oscura morada del alma en
la que una hembra de bandera, como lo era ella, se encontrara
en aquel preciso momento.
Quien sabe el porqué
mientras me sostenía ella otra vez la mirada
yo me acordara de aquellas palabras de Chucho, ella
será para el que soporte el dolor más
fuerte de los dos, que me vinieron a la cabeza de repente.
Quién sabe si para Chucho se trataba de un "dolor"
provocado o accidental. Si envolvía al cuerpo
tal dolor como una faja de espinos o era más
bien una laceración del alma. Quien sabe la razón
de que aquella alambrada de espinos afilados se cruzara
por medio en una tarde de lunes, en cierto salto en
el aire de Chucho, en cierto juego que inventamos para
no tener los pies quietos y con el alambre se fueron
telas, quejidos, bragueta, escroto o un puñado
de carnes sangrantes que en Chucho o en cualquiera duelen
de sólo pensarlas.
Luego llegó la
larga convalecencia, tal vez la esterilidad para el
resto de su vida aunque eso no se lo dieran por seguro.
Y yo comprendí, tirando de aquella palabra muerta,
esterilidad, que el dolor de Chucho era el máximo
que cualquier ser humano podía soportar, no sólo
en la carne sino también en el alma pues, ¿cómo
explicarle al alma joven la casi plena incertidumbre
de no poder tener hijos; de que, aunque se sea un fracasado
o un idiota en la vida, como casi todos, jamás
existirá esa mano joven que nos consuele en los
últimos momentos; mano que, en fin, nos meza
la cuna larga en la que damos las boqueadas; sin esa
boca limpia que nos llame padre nunca más, Chucho,
desde que una alambrada puñetera se te cruzó
en el instante más bobo de un salto?
Por eso que me retiré,
se la puse en bandeja. La mujer quería a un manso
o un castrado, según las malas lenguas del pueblo
que también le crearon un pasado de disturbios,
de venenos o pistolas, de amantes tuberculosos medio
muertos ahora por las puñaladas que les dio su
desprecio... No tardaron en casarse. El primer día
de amonestaciones para la boda me enteré de que
ella se llamaba Rebeca.
Pasaron los años.
Creo que por el camino me encontré con algunos,
pocos días amarillos. Casi siempre eran grises
y alguna que otra alambrada que se iba y venía,
entre sueños, mordiéndome las partes generadoras,
descomponiendo en el aire la palabra padre en todas
sus letras, apenas en el bosquejo de cada una de ellas.
Creo que también por el camino me casé
y tuve dos hijos. No lo digo con mucha alegría:
los nacimientos sucedieron en la parte más gris
de dos días grises. Tal vez habría que
preguntarse por la tristeza o el no sé qué
de aquellos a los que la vida empuja a procrear con
otra persona de la que no están enamorados.
A veces, algunas noches
negras, cuando el peso de su melena era tanto, ponía
en el tocadiscos aquella canción de Perales o
un bolero pintiparado para la amarga penumbra, y dejaba
que los acordes o el perfume del vino excitaran la memoria
de todo aquello que en mi vida pudo haber sido o no
fue. No sé cuántas veces busqué
a medianoche sus ojos en los míos, la simple
sombra de un sombrero fantasma en lo azulado de los
zaguanes, la terca negación de que aquello que
yo sintiera desde el principio por Rebeca fuera amor,
siendo que amor es algo supuestamente más grave,
de menos soliloquios o artificios, más del orden
de los latidos compartidos y profundos, los ayunos,
las ojeras violáceas acumuladas tras mil noches
mal dormidas; quién sabe si también es
amor el gesto inequívoco de calentar un biberón
para alguien no nacido, aun desde el primer contacto
puro con el útero de su madre con ganas o dudas
de lo uno y luego lo otro o viceversa de querer tener
un hijo, yo sé lo que me digo, aunque me enrede.
O el amor como escroto reventado por un salto idiota
al vacío.
Siguieron pasando los
años. Chucho y Rebeca se habían trasladado
a la ciudad, sin hijos por el momento que cargar como
equipaje, con los últimos dineros que dieran
las tierras ordeñadas para poder pagar un piso
nuevo o para gastarlo en hombres y más hombres
que el que tenía por marido, al que le faltaban
los huevos según las vecindonas de Piedras Blancas.
Más vicios en ella, más pieles de astracán
según las malas lenguas fueron las que la llevaron
a la ciudad. A ella y a su cabestro.
Yo de eso no sé
porque no lo vi. Sólo sé que ellos se
fueron en el autobús, no en carruaje tirado por
yeguas. Sólo sé que a Rebeca la pensaba
de la siguiente forma: carne bella a la que los años
pasados o el amargor del matrimonio sin descendencia
le habían arrugado un poquito la cara, justo
en lo imprescindible para no hacerla vieja. Acaso quise
pensar otro día, de calor excesivo y pesantez
de párpados, que a ella también le arrugó
un poquito la cara (al menos la arruguita decimocuarta
de su frente, la que se observa según se la mira
de frente, un poquito a la izquierda) el estar casada
con una persona que no era yo.
Sólo sé
que luego le perdí completamente la pista. Que
pasaron más años y mis hijos siguieron
creciendo. Que el calendario de la cocina de casa dejó
de reflejar los nombres de los santos, a secas, para
añadir los de otras palabras absurdas como mamografía,
controlar tensión, exploración de colon
o mañana seremos abuelos, por fin.
Creo que fue por entonces, en aquel año que trajera
un día de felicidad y el resto de tránsito,
de lenta y áspera espera ante la muerte, cuando
recibí el telefonazo de Chucho. Al otro lado,
una voz que no era la de él: la del niño
castrado que yo recordaba, la de la sombra huesuda que
apostaba sobre los senos abultados de otras sombras
que eran de hembras y que se hacía llamar Chucho,
que aseguraba estar casado con Rebeca, un matrimonio
como todos, ni soso ni salado, mucho aguante de por
medio, sin hijos, eso sí: los médicos
acertaron en la previsión, además de para
qué hijos ya a mis años, a nuestros años,
bueno, y tú, ¿qué tal? Cuéntame
qué tal te fue a ti.
Luego que le conté,
Chucho acertó a decir que aquella su llamada
era una invitación a pasar una semana juntos,
los dos matrimonios en la playa. Algo así como
reunirse para rescatar el último eco o regusto
de aquello que pudo unirnos en partidas de naipes, grasientas
barbacoas, lento envejecer juntos y que no nos unió.
Por eso, viejo, dijo Chucho, nos perdimos el conteo
recíproco de erosiones, de ofensas en la cara
de cada cual por obra y gracia del paso de los años,
tantos que ya estamos acá, sin enterarnos, ya
del otro lado, más cerca del allá que
del acá, en fin, la puta vida que nos atravesó
de por medio.
-Además, Rebeca tiene muchas ganas de volver
a veros -dijo Chucho sin que le temblara un ápice
la voz, creando la Belleza con el nombre recién
pronunciado: Rebeca, un tronco limpio al que le fueron
creciendo ramas blancas en cada silencio, hojas primorosas
cuyos pinchos guapos llegaban al suelo enmoquetado del
salón, brazos y piernas de madera y al punto
una sombra cuyos senos llegaban hasta rozar el verdor
de las alheñas.
Hubo aquí ese tiempo inútil dedicado a
los preparativos del viaje, acordar una playa, un hotel
recogido, no demasiado caro, tampoco barato, una fecha,
una manera de trasladarse, tal vez la necesidad de una
zambullida previa y muy necesaria en los brazos azules
de aquel Mediterráneo de aguas entonces tibias.
Rebeca tardaba en aparecer.
Al parecer, estaba "algo transpuesta" y se
había quedado en el hotel. Pero, ¡qué
joven te veo!, me dijo Chucho luego de desgranar una
ristra de miradas sobonas, de viejo verde, sobre los
bikinis jóvenes en la arena ardiente. Seguía
hablando Chucho pero yo no le hacía caso: volaban
gaviotas, estábamos en la playa pero existió
un segundo refractario a los ruidos en el que éramos
todavía adolescentes, estábamos sentados
con los pies desnudos sobre la mediana del camino; un
tiro de yeguas relinchó a lo lejos al tiempo
que Viejo ladraba, Guapo se rociaba de clorofila el
aliento y ella bajaba del carruaje con su sombrero con
margarita, o tal vez fuera enredadera entreverada de
violetas lo que ahora Rebeca lucía hace ya tantos
años en la cabeza.
-Mira, por ahí
llega.
Inútil había
sido pensar que el paso de los años le hubiera
causado unas ofensas que yo no vi. Rebeca adelantaba
un pie a otro; dulce era su caminar desnudo sobre la
arena tostada. Se llegó a nosotros, nos saludó,
quien sabe si con una báscula o una especie de
fielato a mano pudiera haber medido la mayor largura
del tiempo que sus ojos estuvieron en los míos,
y no en los de otra gente. También eché
de menos un pluviómetro que midiera lo más
o menos húmedo de sus labios contra mi mejilla.
O un barómetro para cotejar la presión
atmosférica de su abrazo. Perdón por ser
tan hortera.
Apenas dijo nada salvo
vermú con dos olivas, pídemelo, Chucho,
anda, por favor, ya. Luego se metió en el agua,
me preguntó ¿vienes? con la mirada; yo
me excusé con la torpeza de un giro de ojos que,
dubitativos, se dejaban el escroto en un salto alocado
que terminaba de una mujer en otra, de la mía
a quizás la mía, alegría toda,
dicha plena, y si no, ¿a qué venía
pedirme con la mirada, a qué obedecía
la humedad profunda en sus labios; la mayor largura
que su mano duró en la mía; a qué
sus hombros como amasando el aire encendido, plegándolo
o arrugándolo para acercarse a mí sin
ser vista, iniciando luego una caricia furtiva que no
sólo se adelantaba a sus brazos, sino que se
orientaba en otro sentido o dirección al que
éstos aparentemente tomaban, que era el camino
del agua, del chapuzón, el moldear su cuerpo
con la lencería de un agua bendita y dichosa?
¿A qué si no aquella forma que tuvo Rebeca
de hacer el amor con las primeras olas que tal vez la
excitaban con su forma, no por otra cosa sino por ser
aquel oleaje lo más parecido a mi yo desnudo,
a mi mismo amado (por ella)?
La vimos entrar profundamente;
no recuerdo el color de la bandera que reflejaba la
peligrosidad de aquellas aguas, del mar algo picado.
Algunas de las olas que llegaban a la orilla susurraban
Rebeca. Otras advertían nos la comeremos cruda.
Rebeca nadó más lejos, más reciamente:
su cabeza era ya una manchita apenas sin sombras ni
sombreros ni margarita; cuando volvimos la mirada, amusgando
los ojos, ella ya había desaparecido.
Nos volvimos locos todos
menos Chucho buscándola, con los ojos adentrados
a grandes brazadas en lo profundo del mar, con el sol
que nos golpeaba reciamente en la mirada. Pensamos en
alquilar una barca. Luego pensamos en lo estúpido
que habría sido eso, en que así siempre
hubiéramos llegado tarde. No sé cuánto
tiempo pasó hasta que dimos parte al socorrista,
el cual no había visto ninguna mujer ni ninguna
cabeza ni ningún bañista desaparecer bajo
las aguas.
De mi azoramiento me rescató
un viento raudo, áspero de granos de arena, perfumado
de cremas de sol. Me dio por pensar que la mano de aquel
viento, larga y estirada sobre la rada redonda, era
la mano del Bautista que de lo profundo sacaría
la cabeza de ella, bautizada ya, jamás pagana,
sin pecado y sin otro nombre en los labios más
que el mío. Pensé en lo infantil de la
imagen, en la tranquilidad perversa de Chucho, en las
manos crispadas de mi mujer, en que tenía que
ensayar un grito quedo, que resonara sólo para
mí, que dijera Rebeca de pronto o acaso Rebeca
te amo, siempre te he amado, vuelve.
Y sucedió que la
misma mano del viento que nos la había robado
la trajo de regreso, nadando lentamente, entornados
sus ojos, presa su cuerpo de un espasmo dulce que ora
la crispaba ora la distendía sobre los brazos
mojados entre los que se acercaba a tierra. Rebeca entonces
molusco bello qué susto nos has dado; pulpo hembra
mala que apalear dulcemente en las nalgas; perrita traviesa
a la que la más húmeda de las muertes
dijo no hasta que no diera un beso de amor a su amante
querido. Yo era cuerpo que salía de una chistera
como por arte de magia y Rebeca asistenta de mago estéril
que le da un beso en los labios al conejo blanco que
era yo mismo.
Luego de vermú
con dos olivas, a continuación una reseca indiferencia
en ella, lo que me hizo pensar que el mar nos había
devuelto a otra mujer. A otra sí; no a la que
me invitara con la mirada a irme con ella.
-Pero, ¡vaya coincidencia
que nos dieran lindantes las habitaciones! -dijo ella
justo un poco antes de irse del brazo con otro hombre
al que le sobaba el culo, seguro que le tocaba el trasero
a Chucho al tiempo que musitaba en su oreja asquerosa
esa pregunta imbécil, "pero cariñín,
¿no has sufrido por mí al ver que no me
veías?"; ella más puta y reputa que
nunca, más calienta pollas o lo que sea que se
ha de calentar a un cabestro para que éste empine
lo que no tiene, en eso sí, en eso tendría
mucha experiencia Rebeca, y no en ver lo que era más
que obvio: el amor que, como setas o caracoles después
de la primaveral tormenta, crecía a puñados
a su alrededor sin ella darse cuenta; sería gilipollas
la tía.
Frené en seco los
latidos o las bilis que a mil por hora bullían
en mi interior. Me di cuenta, camino de la habitación,
de que tenía mujer, que ésta se llamaba
Clara, que en la mano de Clara se había posado
sin ganas mi brazo. Luego, en la siesta sin sexo que
compartimos, escuché unos murmullos musgosos
procedentes de la habitación de al lado. Luego
"déjala ya" o "déjalo ya";
un volver a la carga con algo rudo, tal vez un insulto,
la precisión quirúrgica de un manotazo,
puede que un golpe, algo que se quebraba, el quejido
lastimero de otro grito de mujer, tal vez un eco al
fin placentero o un grito sofocado que no quise oír
mientras elevaba el volumen del televisor.
La tarde la pasamos ambas
parejas por separado; ellos pretextaron una excusa burda:
el largo viaje unido al nulo descanso hasta entonces.
La necesidad de Chucho o de ella de prolongar el sueño
reparador. Inclusive puede que un guiño echo
de palabras y babas de Chucho en el sentido de que a
él le costaba más (en la costa que en
Madrid) que se le endureciera aquello que rajó
el alambre de espinos; guiño que Chucho me envió
a través del auricular del teléfono en
una especie silencio que era un sobreentendido, una
sucia ironía.
Entonces tarde clara y
Clara a mi lado; Clara sin palabras, paseando por el
paseo marítimo, redundando los dos en esa manera
inútil de silencio que nos envolvía desde
hacía tantos años; puede que desde que
tuviéramos el hijo que ya nos hizo abuelos cuando
ya empezamos a practicar aquel juego perverso del no
me hablas tú y viceversa, y menos mal los lloros,
balbuceos o grititos del niño que remediaron
las fisuras, las ansias de decir, pero decir, ¿qué?:
las ganas de ser dicho de forma muy dulce por la boca
del otro que jamás satisfacía, que jamás
nada. Luego llegaron las largas primaveras que jamás
alteraron las sangres y, aunque a instantes muy fugaces
las alteraran, ya daba lo mismo.
Yo pensaba, sí,
todas esas cosas mientras paseaba con Clara. Pensaba
también en Rebeca, en la posibilidad de haberla
perdido para siempre después de no hacerla mía
cuando pude, en el corazón de las aguas. Rebeca
casi ahogada, por otro lado. Amoratada, hinchada como
corcho quebradizo su carne tras largos meses o años
en conserva sumergida en el agua; con asco los besos
últimos depositados en sus labios inertes que
ya tomaban tierra en el infinito camposanto de las aguas
azules, siempre presentes.
Pero si ella al fin ahogada,
perder, ¿el qué? ¿Una silueta cuya
sombra principiaba en un sombrero ridículo? ¿Una
mirada, un domingo ya muerto, a la salida de misa, en
los tiempos de Maricastaña?
No; perder algo más:
su última mirada, la presión acariciadora
de su mano, repito, justo antes de vermú con
dos olivas y aquel chapuzón bonito que casi me
la extingue. Perder, también, ojalá, sus
mañas lentificadas para excitar algo oscuro en
la entrepierna de Chucho. Un algo amorfo de placer que
brotara a las dos o tres horas de iniciarlo con su mano
precisa, de uñas pintadas al desgaire. Perder
un llegarse a su hombre sucio con lencerías blancas
sobre carnes arrugadas, parche de Sor Juliana incluido,
y otros apósitos para taponarle aquellas oquedades
en los huesos que a Rebeca, como a Clara, seguro que
le dejó en herencia la menopausia... Me estaba
volviendo loco.
Nos acostamos pronto:
el sol se había sostenido sobre los alcores lejanos
en difícil equilibrio de funámbulo y terminó
derribado por la mano de uñas tibias de la noche
más fosca que yo haya conocido. Quebraban las
aguas oscuras las quillas de los cargueros camino del
puerto. Sus reflectores reflejados en el agua marina
construían pueblecitos con calles someras y bajeras,
con iglesias de espadañas altas como mástiles,
con campanas como bocinas que tocaban a rebato o a muerto
o a gemido pelado en la larga noche. Luego algo musgoso,
contenido: un "calla, por favor, calla ya... ¿No
ves que pueden oírnos?", puede que a continuación
"perra" o "perro" sarnoso/a; en
todo caso, dicho con toda la fuerza de unos dientes;
un llorar mascado que, desde la habitación de
al lado, fondeaba en el embarcadero de sombras que la
noche y una farola de luz amarillenta dibujaban en la
pared medianera, justo la que nos separaba de ellos.
-Estos tienen un solo
problema que son muchos -empezó a decir Clara.
-Y tú crees que...
-Les va mal el matrimonio.
Quizás -al estar a oscuras no le veía
la cara a mi mujer.
-Quizás, ¿qué?
-Bueno, no sé si...
A lo mejor nos llamaron no tanto para compartir una
semana estúpida de vacaciones como para... ¿Sabes
tú quién arregló el que nos dieran
las habitaciones aledañas?
-Pura casualidad. Rebeca
dijo que...
-Yo de esa mosquita muerta
no me creo nada. Entonces -aquí larga pausa.
O a lo mejor corta, para seres que como nosotros teníamos
al silencio como el único lenguaje o dialecto
desde hacía años-... Entonces digo yo
que podíamos echarles una mano.
-¿No será
eso meternos donde no nos llaman?
-Bueno, en fin, puede
que sí... Pero podríamos hacer las cosas
con discreción. Tú te podrías encargar
de ella... Yo me confiaré con él. Pienso
que de amigo a amigo acaso, no sé, quizá
sea más
difícil recibir o, no sé,
asimilar los consejos que se dan, no sé cómo
decirlo... A Chucho le hará falta la versión
femenina de la vida y a Rebeca al revés... Si
no llueve nos va a matar el calor... Y tú, ¿cómo
lo ves?
Dormí cuatro horas
aquella noche como era costumbre. Bebí leche
fría y coñac caliente cuando Clara no
me controló; eché luego los pies por delante
sin mucho convencimiento, hasta que el ruido de una
ambulancia me despertó del sopor. Sabía
que Rebeca estaba en la playa, "paseando y tal"
dijo Chucho, que se había quedado en el bar del
hotel dudando si pedir "un café sólo
o el certificado de mi defunción". A ella
la vi después de trastear con los pies inútiles
y desnudos por la arena, pinchándomelo a veces
con piedrecitas o juguetes picudos de niños.
Rebeca dijo algo y algo más aunque a mí
sólo me llegó el saludo. Luego dijo vienes
a bañarte pero yo preferí sol pegajoso,
gritos infantiles y observar a unas mulatas que hacían
peinados estilo africano en cabezas arenosas y peludas.
Recordé que el fútbol club Barcelona estaba
a punto de ganar la liga de primera división;
recordé arañas o gusanos en mi cara a
partir de las cinco de la mañana, como de costumbre;
recordé y no pude, ni aun con el coñac,
el sonido de aquellas palabras que quise decirle desde
hacía tantos años, luego de misa de doce
en cuya salida ella me miró.
-Capaz que no sabes nadar
-dijo Rebeca entre misteriosa y divertida, parapetada
su mirada tras la mano abierta que le ocultaba nariz,
labios, forma franca o fresca o no de reírse.
Luego se zambulló en el azul, aprovechando la
osadía de una ola que de deshacía en toqueteos
a su cuerpo.
Recordé también
que yo llevaba teléfono móvil. Que Clara
se quedó con otro aparato para que estuviéramos
"en contacto". Me resultaba gracioso o hasta
cierto punto estúpido el que, después
de tantos tributos como pagamos al silencio, necesitáramos
ahora comunicarnos tan imperiosamente: "cuestión
de vida o muerte", dijo Clara, que me llamó
pasado el mediodía de aquel martes mientras Rebeca
todavía seguía en el agua.
-¿Qué tal
está ella? ¿Te ha dicho alguna mentira?
No dejes que te mienta. Recuerda los gemidos, los gritos.
-No me ha dicho nada de
ninguna manera. Simplemente ella se está bañando.
-Ah, bueno. Entonces estáis
en la playa...
-Ahí justamente
estamos.
Me colgó o le colgué
el teléfono con fastidio. Rebeca apareció
al poco: primero emergió su cuello, luego pechos,
ombligo, caderas, rodillas, tobillos ascendiendo desde
el color turquesa de las aguas. Me faltó el tiempo
para echarle una toalla por los hombros. "Y, ¿qué
tal tu marido?", pensé pero, en cambio,
dije:
-¡Qué calor!
-Sí, precisamente.
Si es que no llueve pronto, moriremos todos.
Luego se tendió,
extendiendo alcores y valles, fisuras y párpados
desnudos, facultando la entrada en ella de un sol bragado.
Creo que, antes de entrecerrar los párpados,
me preguntó por Clara. ¿Qué tal
Clara? Y yo, ya ves, bien, bueno, lo normal o lo que
se espera de un matrimonio de largo recorrido aunque
esto no sea, en puridad, hablar sólo de Clara
sino de nosotros, de los dos.
-Ten cuidado; nunca ha
sido trigo limpio -me pareció que añadía
Rebeca.
Ring, Ring. Otra vez mi
mujer.
-¿Dónde
estáis?
-En la playa todavía.
Contemplando el deep, deep blue.
-¿Y Rebeca? ¿Qué
tal?
-Cuatro o cinco hormigas
con alas andan practicándole la autopsia.
-¡Ah, ya, es broma!
Y tú, ¿has intentado algo?... Me refiero
a si has hablado, a si has sondeado en...
-¡Qué quieres
que yo intente, salvo besarla a ver si despierta...!
A ver si, de rana, se transforma en princesa.
-Vale. Sigue intentándolo
-dijo Clara y colgó.
Ni por un instante me
planteé lo que mi mujer estaría haciendo
a esas mismas horas. Simplemente esperé paciente,
ensayando la primera frase que no me salía; luego
la primera palabra; mejor, pensé, empezar por
la primera sílaba que le diría a Rebeca
nada más despertarse, y que no hablara de lugares
comunes, de madrastras brujas, ruecas que pinchan dedos
o cien años dormida en lo alto de un castillo
hasta que llega el caballero que...
Rebeca despertó
pasadas las seis. Evito aquí, por ahorrarme la
calentura, las diversas formas en que mis manos acariciaron
su cuerpo ausente, durante el sueño. Los entresacares
de su húmeda lengua o de acaso otras partes mías,
quietas en la realidad, pero de otra forma consideradas
en el anhelo. O las veces que mis labios se llegaron
a los suyos para luego recular, regresar sobre el aire
hirviente y dejar tan sólo mis arrojos de enamorado
en torpes gestos que le proporcionaran alivio o sombra.
Entonces ocurrió acercarle la sombra de un parasol
a su rostro dormido; colocar la visera, procurar que
el viento de levante no manchara de arena su pecho,
asegurar con mano y camiseta que el teléfono
móvil no sonara o, de hacerlo, no la despertara
o no quebrara aquel hechizo que la empezó a fabricar,
arrastrada por un tiro de seis yeguas y habladurías
de gentes que la llamaban buscona o algo peor, desde
luego no bella durmiente; habladurías que a mí
jamás me entraron en la cabeza.
Pensé (o me pensé,
mejor dicho) como el panzudo y arrugado amante que tiene
la dicha de contemplarle el primer sueño; abuelo
japonés que vela el sueño dulce de las
vírgenes desnudas con su rugoso y feo aliento,
mecedora de carne (era yo) que acalla el rumor de las
olas que saltan, estridentes en los oídos. Tal
vez pensé que ella me llamaría Chucho
querido cuando despertara. En cambio, dijo:
-¿Qué tal
te va la vida? ¿Eres ya rico o has fracasado,
como todos?
Y fueron precisas estas
dos preguntas para que ella siguiera en su lógica
cadena de insultos de boca en boca, de habladurías
que la creaban tal cual era: esqueleto de piel morena
sobre párpados oscuros al que le importaba sólo
el dinero. Luego era verdad que a Rebeca le importaba
tantísimo el dinero.
Ring, ring. Otra vez Clara.
-Tenemos que regresar.
El nieto. Se nos ha puesto malito. Por cierto, ¿dónde
estáis?
-Seguimos en la playa.
Del viaje de vuelta recuerdo
la partida, poco más. Según el dependiente
del hotel, había sido ¡¡¡yo
mismo!!! quien había dispuesto que la habitación
de ellos y la nuestra estuvieran lindantes.
-Bueno, usted mismo por
boca de su mujer, que fue quien lo reservó así.
De la partida me viene
ahora a la memoria un semáforo en rojo, la línea
blanca en donde el coche se detuvo. Y allá, aparcado
momentáneamente; la expresión en los ojos
de Clara, frenéticos o acaso tristes, espiando
un ángulo muerto del espejo retrovisor. Detrás
nuestro había lluvia de tormenta y tal vez la
cara de un hombre que no me era enteramente desconocida.
Esa cara gris, rajada por los gruesos hilos de la lluvia,
parecía estar esperando a que algo o alguien
tomara una decisión.
Del viaje de regreso poco
más recuerdo. Me viene ahora a la memoria el
lento tráfico, los cientos de coches de la misma
marca y modelo pero de distintos colores que eran probados
en la larga autopista. Y algo más recuerdo: que
Clara regresaba de vuelta con la cara casi pegada a
la ventanilla, perdida su mirada en el trigo marrón,
corrompido al no haber sido segado. Desconozco si su
mirada había o no lágrima y, si lágrima,
era por razón del nieto malito o por algo distinto;
acaso por sentirme yo defraudado con Rebeca o por otra
cosa: el penar que la invadía dado que, tras
tantos años sin vacaciones y para una vez que
nos ponemos, tengamos que regresar porque alguien de
la familia se nos pone malo. ¡Vaya por Dios!
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Última modificación:
19-07-2017 11:21
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