Fábula. Revista literaria
Asociación Riojana de Jovenes Escritores y Artistas
ISSN: 1698-2800
Información
Historia de la revista
Sumarios
DOÑA ROSITA LA AUSTERA
Carlos Villar Flor
De
Hay cosas peores que la lluvia, Oviedo: Nobel,
1998.
Fábula Nº 17/19, p. 139-142
En
recuerdo de JLMD
interlocutor
desde la otra orilla.
Venía siendo
el día más triste en la vida de doña
Rosita. Cómo le podría pasar esto a ella,
a sus años, cuando ya no le quedaba sino esperar
a que el Todopoderoso la llamara a su presencia. Se
puso en pie con esfuerzo cuando vio que el celebrante
se acercaba ya al altar revestido con su alba color
violeta y acompañado de un distraído monaguillo
angelicaloide. Pero qué dolor, no había
purgado ya bastante en su larguísima vida, pobrecita.
Estaba visto que la virtud que había tenido que
desplegar durante tantísimos años no era
aún suficiente para ganarse el Cielo. Y sin embargo,
quién hubiera podido subsistir con tan poco.
Quién. No ciertamente la Augusta, también
viuda, cuyo marido había muerto hacía
muy poco en un buen momento para dejarle una más
que aceptable pensión. Y ella, Rosita, subsistiendo
más de medio siglo con una miseria.
El Señor esté
con vosotros, pronunció el celebrante mientras
ella hacía que seguía la misa, tal como
venía siendo su costumbre inveterada, con su
misal de bordes dorados algo descoloridos preñado
de estampas devotas. Pero hoy le era imposible concentrarse,
después de lo de ayer. Era inútil intentar
arrancar de la cabeza el funesto incidente, pues ocupaba
toda su conciencia exhaustiva, ineludible, vorazmente.
Doña Rosita era
la austeridad hecha carne apergaminada. La vida le había
enseñado a serlo. En efecto, Porfirio le había
dado una semana de cariño conyugal y sesenta
y un años de viudedad, además de un retrato
amarillento y unas sábanas de seda que sólo
se habían usado siete días. Algo más
joven que ella, había marchado a la guerra con
ardor patriótico juvenil y un bigotillo minúsculo
poco después de una barata pero feliz boda pueblerina.
Ya jamás regresaría. Sin hijos y sin parientes
próximos, la pensión mensual que doña
Rosita recibía a sus casi noventa años
era de diez mil ciento veintisiete lastimosas pesetas,
con las que debía conseguir que su cuerpecito
marchito y acartonado continuara con el milagro de estar
vivo un nuevo mes.
Y no había sido
una vida fácil, no señor. Sólo
una persona tan austera como ella podría haber
sobrevivido con estos ingresos. Sólo uniendo
cierto orgullo castellano, que le impedía mendigar
o recabar caridad, con cierta frugalidad castellana,
que le impedía crearse la más mínima
necesidad, doña Rosita se había ido acostumbrando
a amortizar al máximo su ridícula pensión.
Vivía en pleno casco antiguo, en la buhardilla
de un edificio de tres plantas en la calle Barriocepo.
Sin electricidad, ni teléfono, ni gas, ni agua
caliente ni por supuesto calefacción, doña
Rosita no tenía más vicios que la preparación
y consumición de su único almuerzo diario,
su misa de doce, las tardes escuchando radionovelas
de Guillermo Sautier Casaseca en la radio de la Augusta,
y sus largas conversaciones nocturnas con el retrato
desvaído de Porfirio, tan locuaz últimamente.
Se había hecho
una experta consumada en el arte de calcular los gastos
alimenticios hasta la última peseta. En otro
tiempo la Augusta había insistido en invitarla
a comer a algún restaurante de la ciudad, pero
pronto había desistido ante las inverosímiles
negativas que alegaba su vecina, quien concebía
tal invitación como innecesaria limosna.
Así, su vida había
discurrido inalterable en las últimas décadas.
Pero ayer algo espeluznante había sucedido, algo
que amenazaba con aniquilar de un plumazo la serenidad
de toda una vida de aspereza y sobriedad que, empero,
no había sido totalmente infeliz. Ayer había
cobrado como todos los primeros de mes las diez mil
ciento veintisiete pesetas. Al acabar la misa de doce
había ofrecido como de costumbre las ciento veintisiete
pesetas al cepillo de las ánimas del purgatorio,
con su mente y su lagrimita nasal puestas en Porfirio.
Llegó a casa a la una, engulló su revuelto
de acelgas, fregó el consabido plato, permaneció
en aquel letargo comatoso semejante a la siesta, y cuando
aquella tarde bajó a la plaza a comprar las verduras
de mañana, comprobó con pavor que había
perdido el preciado billete de diez mil.
Intentó dominar
su pánico para reflexionar dónde podía
haberlo extraviado. Quizá fuera en la calle,
pero en ese caso debía darlo definitivamente
por perdido. Entró en la iglesia y rebuscó
debajo de cada banco, su cuerpo chirriando de descompostura,
su boca chupando el polvo mal limpiado. Fue en vano.
Subió a su buhardilla jadeante, escudriñó
su vestíbulo y sola habitación que hacía
de dormitorio, cocina y servicio. Tampoco. Tuvo una
luz. Quizá se le hubiera caído en la escalera
del edificio. A pesar del agotamiento que siempre le
requería, volvió a bajar y subir torpe
y esforzadamente la escalera de madera crepitante, inspeccionando
cada rincón y palpando las partes peor iluminadas.
Pero el esfuerzo fue en vano. Ni rastro del billete.
Una sola esperanza le
quedaba, que lo hubiera encontrado alguno de sus vecinos
y se lo hubiera embolsado despreocupadamente. En previsión
de ese caso, mas sin demasiada fe, decidió poner
una nota con papel-cello en el cristal del portal, rogando
que, si algún vecino hubiera encontrado un billete
de diez mil pesetas en un tramo de la escalera, se dignara
devolverlo a su legítima dueña, doña
Rosa Pérez, vecina del ático.
Todos estos funestos recuerdos
del día anterior le rondaban la cabeza de modo
salvaje, y le impedían prestar más atención
a la ceremonia religiosa que el mero pasar los dedos
por las páginas demacradas de su viejo devocionario.
Por sus oídos desfilaron inadvertidos los ecos
de un evangelio donde Jesús no le quería
tirar piedras a una señora adúltera. Pero
doña Rosita no podía atender, su pena
y preocupación por el inmediato futuro lo impedían.
Hoy, por de pronto, no tenía qué comer.
Sin duda, podía aguantar sin alimento un día
e incluso más, tan escasas eran las necesidades
de su cuerpecito, pero ¿cuánto más
podría resistir?
La única expectativa
de recuperar el dinero pasaba por confiar en la honradez
de sus vecinos. Pero, supuesto que verdaderamente se
le hubiera perdido en la escalera, ¿realmente
creía que alguno de sus vecinos era capaz de
devolverle diez mil pesetas así como así?
El dinero no tiene nombre, es de quien lo tenga en su
mano. Y además, menudos ejemplares de vecinos
que tenía.
Por ejemplo Clemente,
el del primero. Era un hombrecillo misterioso, de unos
cincuenta años, absolutamente hermético.
Con doña Rosita adoptaba una relación
de cordialidad distanciada, impenetrable, rodeada de
una circunspección que no dejaba de ser sospechosa.
No contaba a nadie quién era, ni a qué
se dedicaba, ni cosa alguna que revelara su intimidad.
Sin embargo, todos sabían que era dueño
de un bar en la Calle Mayor, un bar que no debía
de ser de muy buena catadura, donde seguro que la gente
iba a beber y a ponerse como locos y quién sabe
qué otras atrocidades semejantes. Seguro que,
si me apuras, también está metido en asuntos
de droga.
Había una serie
de incógnitas inquietantes en torno a su vida.
Por qué no estaba casado, se preguntaba doña
Rosita, por qué jamás se marchaba de vacaciones,
por qué se decía que iban tantos moros
a su bar. Y, peor aún, por qué seguía
viviendo al cabo de tantos años en aquel piso
mugriento y devaluado. A qué se debía
que un hombre con sus supuestos ingresos tuviera tan
poco interés en mejorar de posición y
alcanzar una calidad de vida decente. Sólo se
explicaba atendiendo a otro de los rumores comunes sobre
Clemente: se gastaba todos los ingresos en apuestas.
Era un jugador compulsivo, adicto a todo tipo de bonolotos,
primitivas, apuestas mutuas deportivo-benéficas,
carreras de caballos, bingos y qué no. Un tipo,
en definitiva, indigno de confianza. En caso de que
hubiera encontrado el billete, seguro que no tardaría
un santiamén en invertirlo en algún tipo
de juego de azar condenado al fracaso más rotundo.
Era iluso esperar otra cosa.
Y luego estaban las dos
chicas del segundo, las estudiantes, Vanesa y Nati.
¿Se podría esperar algo de aquel par de
lagartonas? Tan jóvenes, viviendo ya a su aire,
independizadas del todo. Y sus padres, ¿qué
se pensarían? Si les tendrían engañados,
haciéndoles creer que se dedicaban a sacar sus
estudios de la universidad - nosequé carrera,
algo así como filatelia hispánica. Pero
doña Rosita ya conocía con qué
clase de chicas se topaba. Esos cigarros y más
cigarros. Esas minifaldas y demás modelitos con
poca ropa. Esos pelos teñidos de colores llamativos.
Esa musicota en idiomas incomprensibles. Ese llegar
a las tantas de la noche..., o de la mañana.
Esos mozos de aspecto repelente que las acompañaban
al portal, e incluso subían. Una auténtica
lástima.
Y es que doña Rosita
veía en sus vecinas la quintaesencia de la juventud
moderna, esa juventud incapaz de sobrellevar el sufrimiento,
de plantearse un sentido trascendente de la vida, cegada
con la idea de continua diversión y descomedidos
placeres. ¡Y qué poco se daban a valer
las mujeres de hoy! Ella se acordaba de su amado Porfirio,
de cómo le costó sangre y sudor conquistarla,
de cómo ella, por consejo materno, durante muchos
meses fingió desdén ante los románticos
requiebros del simpático soñador tres
años más joven que ella, de quien estaba
coladita desde el primer día. Recordaba todos
los ramilletes de flores que, con harto pesar de su
corazoncito, devolvió o desparramó por
las calles empedradas de su pueblo. Recordaba cómo,
una vez aceptado al galán, sus devaneos consistieron
en paseos repetitivos y unidireccionales a lo largo
de la avenida principal del pueblo, acompañados
de la tía Evelia a dos palmos de distancia. Y
lo bien que lo pasaron, a pesar de los pesares. Todo
formaba parte de un ritual amoroso pleno de inocencia
y frescura. Y sin embargo ahora, qué distinto.
Vanesa y Nati me vienen cada día con mozos distintos,
y seguro que se lo dan todo sin que se lo pidan. Si
es que parece que viven para eso. Qué pena de
niñas.
Y claro, en el supuesto
de que alguna de ellas hubiera encontrado el dinero,
les habría faltado tiempo para gastárselo
en ropa, de esa que cuanto menos tiene es más
cara, o en discoteca, o en diversiones de fin de semana.
Cuando la vida significa placer, el dinero es imprescindible,
es una necesidad imperiosa y despótica.
Sólo en caso de
que fuera la Augusta quien encontró el billete
tendría alguna esperanza doña Rosita.
Augusta también era viuda, veinte años
más joven y quinientas veces más alegre.
Se diría que su viudedad, relativamente reciente,
le había llegado en un momento de su existencia
en que anhelaba la libertad. Ahora tenía montones
de amigas, una pensión bastante decentilla y
el día entero para darle a la hebra en las mejores
cafeterías de Logroño.
La Augusta era la única
persona con quien doña Rosita platicaba de vez
en cuando. No es que fueran exactamente amigas - no
en el sentido en que Rosita consideraba a la Ramona
y la Petra durante su juventud rural - pero sí
que existía una elemental confianza y benevolencia
entre ellas. Augusta se había propuesto sacar
a doña Rosita un poco de la negrura vital en
que ésta vivía: la había invitado
a comer, a cafés, a cenar, le había prestado
su radio y miles de otros pequeños servicios,
pero doña Rosita no era en absoluto receptiva
a las invitaciones de su vecina, que consideraba superfluas.
Aunque la Augusta siempre
se había portado con solicitud ante doña
Rosita, ésta tenía la sensación
de que estaba embarcándose en un tren de vida
superior a sus posibilidades. Su efervescencia parecía
exagerada, grotesca. Se teñía el pelo
de rubio brillante, su maquillaje era acabadísimo,
estrenaba vestido cada poco. A sus setenta años
estaba en plena forma, todo hay que decirlo, pero esa
algarabía y frivolidad se le antojaban postizas,
como un disfraz carnavalesco ridículo y desproporcionado.
Demasiado tren de vida. Y últimamente la había
notado menos servicial, menos obsequiosa. ¿No
será que su pensión, aunque decente, no
era bastante para costear todos los convites a amigotas
y nuevos vestidos y visitas al casino? Algo de eso se
estaba oliendo doña Rosita. Quizá demasiados
gastos por encima de sus posibilidades. En ese caso
¿sería capaz la Augusta de devolverle
el billete si lo hubiera encontrado ella?
Podéis ir en paz.
Don Isidoro el cura se encaminó hacia la sacristía.
La misa había concluido, y doña Rosita
no se había siquiera percatado del momento de
la comunión. Profiriendo un hondo suspiro dirigió
su pasos ahogados y matemáticos hacia su hogar,
consciente de las escasas probabilidades que tendría
de recuperar su indispensable billete, cuestionando
dramáticamente la honradez de sus vecinos. La
desolación era total. ¿Qué podría
hacer de hoy en adelante? ¿Cómo subsistiría
durante un mes sin una peseta? ¿Vender las sábanas
de seda que le dejó Porfirio, que sólo
se usaron siete días? No, eso nunca. El futuro
se presentaba negro, aterrador. ¿Por qué
le pasaba esto a ella, de entre miles de mujeres que
lo merecían mucho más?
Alcanzó jadeando
la buhardilla. Al sacar la llave e introducirla por
la cerradura, distinguió la esquina de un sobre
color sepia sobresaliendo en la ranura de la puerta.
Se agachó para recogerlo, dispuesta a investigar
el misterio cuanto antes, pero la interrumpió
en su empeño la irrupción de Nati, que
había estado atenta a oírla subir las
escaleras.
- Buenos días,
doña Rosa. ¿Cómo se encuentra?
- preguntó la joven alegremente. Llevaba en la
cabeza un peinado elaboradamente despeinado, con mechas
coloridas, y un jersey tres o cuatro tallas mayor. Hoy
se le marcaban en la cara unas ojeras que desmejoraban
su rostro moderadamente atractivo.
- Ay, niña. Estoy
con el alma en vilo. ¿No habrás encontrado
tú mi billete?
- Pues a eso precisamente
venía. Que sí, alégrese doña,
que lo encontramos Vanesa y yo ayer, pero como no sabíamos
que era suyo... pues nos lo íbamos a gastar.
Por eso, al leer que usted lo había perdido pues
se lo traemos.
- Ay, hija, qué
alegría me das. Muchas gracias.
- Pues no hay de qué,
doña, que estamos pa lo que haga falta. Me bajo,
que voy a tener que ir haciendo la comida, que la Vanesa
no se ha levantao aún. Que usted lo disfrute.
Hasta luego.
- Ay, hija, adiós.
Que Dios te lo pague.
Doña Rosita no
daba crédito aún a sus ojos. Tanto se
había llegado a apegar a la tristeza de su futuro
que la repentina irrupción de la dicha la había
cogido desprevenida. Así que, en un minuto, sus
tremendos problemas que le venían monopolizando
la mente habían acabado. Ya no vendría
tan inminente el hambre, la enfermedad o la muerte segura.
La vida tenía nuevos tonos de esperanza. Qué
alegría. Pero entonces, ¿qué querría
decir el sobrecito color sepia? Con dedos trémulos
y parkinsonianos lo rasgó irregularmente, y comprobó
que contenía un folio doblado en cuatro partes
y dentro... ¡un billete de diez mil pesetas!
La nota decía así:
Estimada vecina:
He leído su nota
en la puerta y me apresuro a devolverle lo
que es legítimamente suyo. Fui yo mismo quien
encontró ayer el
billete caído en las escaleras del portal, y
en caso de duda sobre su origen lo retuve hasta que
alguien lo reclamara.
Ahora que sé que le pertenece, es justo
que se lo retribuya.
Espero que goce de muy
buena salud. Me tiene a su disposición
para lo que haga falta. Atentamente,
Clemente Morato
Algo no encajaba en todo
aquello. ¿Cuántos billetes había
perdido? No cabía el error, seguro que no más
de uno. ¿Y entonces, cómo se explicaba
esto? ¿Sería una multiplicación
de panes y peces? Tal referencia evangélica le
recordó que se había pasado toda la misa
de doce pensando en su dinero, sin atender una palabra,
y se llenó de vergüenza. Para desagraviar,
abrió su misal por la página que correspondía
hoy, y leyó las lecturas propias. Al ir a cerrarlo
comprobó que una de sus estampitas sobresalía
más de lo normal. Abrió por la página
en cuestión, y ante su mirada se impuso, no una
estampa de san Gabriel de la Dolorosa, ni de santa Eulalia
de Mérida, sino una de san Juan Carlos de Borbón
y Borbón en color azulado y con valor de diez
mil pesetas.
Allí había
estado siempre. Ahora lo recordaba todo. Lo había
metido entre las páginas del devocionario tras
depositar las ciento veintisiete pesetas en el cepillo
de las ánimas del purgatorio. Su billete siempre
había estado con ella.
Pero entonces, ¿de
quiénes eran los otros dos? En su conciencia
renuente empezaba a insinuar la verdad.
Mas una nueva interrupción
la sacó de sus meditaciones. Alguien llamaba
a la puerta con un alborozo un tanto exagerado.
- Rosita, ábreme,
corre. Abre. Mira lo que te traigo, bonita, - chilló
la Augusta desde el otro lado. - Lo he encontrado, lo
he encontrado.
Doña Rosita abrió
la puerta, se echó en brazos de la Augusta y
lloró magdalenamente.
Servicio de publicaciones
publicaciones@adm.unirioja.es
Última modificación:
19-07-2017 11:21
|