Fábula. Revista literaria
Asociación Riojana de Jovenes Escritores y Artistas
ISSN: 1698-2800
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EL DÍA MENOS PENSADO
José Luis Gómez
Úrdañez
Fábula Nº 20, p. 32-39
-Cuidado, Martín,
el día menos pºensado
Era como un ritual. Los
compañeros veían a Martín limpiar
el eje atascado de la vieja máquina y le advertían
del peligro. Luego, bajaban la cabeza y la ladeaban
de un lado a otro, resignados. Sabían que cualquier
día podía ocurrir un accidente, el día
menos pensado...
La máquina que
manejaba Martín era un armatoste al que iban
a parar restos de piezas de cuero de las que todavía
se podían aprovechar recortes pequeños
para refuerzos de botas y zapatos. Cada poco tiempo,
las rebabas del cuero iban formando una masa pardinegra
con la grasa del eje que hacía girar las afiladas
cuchillas, hasta que éste se atoraba. Había
que desconectar la máquina para limpiarlo, pero
se perdía tiempo, así que el encargado
había indicado a Martín que podía
ir quitando los restos, de poco en poco, sin pararla,
siempre con mucha precaución, sin arriesgar,
sólo lo que sobresaliera más. Al final
de la jornada, con la máquina parada, haría
la limpieza mayor.
Con gran destreza, Martín
repetía la operación varias veces al día.
Era un hombre joven y ágil, mediada la veintena,
todavía un jugador de fútbol con alguna
esperanza de progresar: un defensa que había
empezado en los juveniles del colegio y que había
llegado a jugar con el equipo de tercera división
de su pequeña ciudad natal.
Junto a la máquina,
en el estante donde se guardaba el pequeño cajón
de herramientas y una caja blanca vacía con una
gran cruz roja -para que viera la inspección
que había botiquín-, Martín había
colgado la foto enmarcada de su equipo. Se le veía,
en cuclillas, sonriente, con el número tres,
junto a su portero.
Cuando los compañeros
le advertían del peligro solían hacerlo
precisamente desde ese lugar, desde la estantería
rudimentaria, pegada al pilar de la nave, donde estaba
la foto, el cajón de herramientas y el botiquín.
Marta, una compañera muy especial, le solía
señalar la cruz roja del botiquín para
remachar su negro pronóstico:
-El día menos pensado
Marta y Martín
se llamaban así porque los padres de ambos, también
trabajadores del calzado, "se pusieron de parto"
-así lo recordaban ellos- la misma noche y acabaron
celebrándolo con unas cuantas copas
y alguna
ocurrencia. El nombre de Marta estaba decidido: como
su madre. El de Martín
fue producto de la fase etílica de exaltación
de la amistad. Lo cierto es que los padres eran también
muy amigos, y lo seguían siendo, como las madres,
los hijos y los abuelos.
Las fábricas del calzado del pueblo habían
creado lazos de solidaridad entre los trabajadores tan
fuertes como los familiares. Marta y Martín sabían
que tenían un pasado común desde al menos
1932, cuando una huelga se había saldado con
más de una decena de muertos a balazos en la
plaza del pueblo. La abuela de Martín recogió
en su casa al abuelo de Marta, que había sido
herido en un brazo, y no le dejó salir hasta
una semana después, cuando el médico le
dio el alta.
Entre los dos jóvenes,
el hecho trágico sólo era ya un recurrente
lugar común de bromas y risas a costa de los
abuelos. Cuando Marta le anunció a Martín
que se casaba, todavía le recordó con
picardía:
-Martín, estás
hecho un mozo viejo, seguro que tu abuelo fue más
lanzado con mi abuela, pero tú, nada,
solterón.
Pero ni cuando bromeaba olvidaba Marta el peligro que
corría Martín:
-Te espero el viernes
en la despedida de soltera, en la mía, ya sabes,
sí, casi todo tías, así que calzoncillos
limpios, ja, ja. Pero,
anda con cuidado con las
cuchillas. Me da pánico esa máquina vieja.
El día menos pensado...
-Ahora mismo hay que hacerlo,
Marta, espera, verás como no hay tanto peligro.
Una vez más, Martín
empezó a quitar del eje la masa de restos de
cuero y grasa negra que giraba despacio e irregularmente.
Realmente, daba miedo verlo y Marta se decidió
al fin a hablar con el representante sindical.
-Mira, Antonio, esto no
puede ser. El día menos pensado vamos a tener
que lamentar...
El sindicalista cortó con decisión:
-Si no se puede hacer
no se hace, pero tiene que ser él el que lo diga.
-¿Cómo va
a ser él? -replicó Marta, que tuvo que
contenerse- ¿Es que no sabes lo que le ocurrió
al anterior por hablar? Aquí sólo podéis
hablar vosotros, los del sindicato, y no queréis.
-Al otro no le echaron
por eso. Además, le indemnizaron bien. Ya sabes,
si Martín quiere, que pase por mi despacho. Te
recuerdo que, encima, tu amigo el futbolista ni está
afiliado..., así que él verá. Y
yo sí que hablo, que conste, pero hablo donde
hace falta. Y además, para que lo sepas, a tu
amigo se le están subiendo a la cabeza los humos
de ingeniero, que es para lo que estudia, según
dicen por ahí, con más interés
que el que tiene por la empresa y por los compañeros.
Que ya lo sabe don Ángel
El ruido de sirenas y
las luces amarillas se erigieron en heraldos matutinos
de la noticia que recorrió el polígono
industrial. Había sido en la fábrica de
don Ángel. Un trabajador había perdido
un brazo, el derecho.
Martín no sintió
nada. Fue como una caricia al principio. La propia sangre
lubrificó las heridas y la aspereza de los cortes
se tornó en suavidad en cuanto brotaron los borbotones
aterciopelados de las venas y las arterias. Entonces
Martín perdió el sentido.
Al despertar en la habitación
del hospital se sintió bien, un poco aturdido,
como con resaca, y pensó en la despedida de soltera
de Marta. Una borrachera justificada, pensó:
no se casan las amigas todos los días. Pero pronto
notó lo anormal de la situación. Instintivamente,
empezó a palpar su cuerpo, sin descubrir al principio
la falta del brazo. No podía ser, lo notaba,
notaba su brazo derecho, movía los dedos... Entonces,
recordó de golpe los borbotones de sangre, las
gotas negras de sangre y grasa, y supo que el extraño
chirrido que oyó era el de las astillas de los
huesos de su brazo devorados por las cuchillas... Martín
casi perdió de nuevo el sentido. Ahora era cuando
le dolía todo, incluso el brazo que no tenía.
La recuperación
fue lenta. Para la práctica médica era
un caso sencillo: limpiar, cortar y cicatrizar. Pero
para la Psicología era un problema muy complejo.
Martín se comportó al principio como estaba
previsto, pensando que un brazo no era tan importante,
precisamente la peor actitud para su recuperación.
Era la reacción del abandonado, del perdedor
resignado. Martín se dejaba llevar: recurría
al cinismo, se reía de sí mismo, se maltrataba
bebiendo.
Su carácter se
tornó sombrío, se fue haciendo un hombre
distante, apenas sonreía. No había vuelto
al club de fútbol, ni había presenciado
un partido nunca más. Incluso evitaba encontrarse
con sus antiguos compañeros, sobre todo con Marta.
Por supuesto, había abandonado los estudios de
Ingeniería Técnica que compaginaba con
el trabajo.
Pasó el tiempo
y el accidente se fue olvidando. Martín ya no
era objeto de curiosidad ni de atención. La psicóloga
le había comunicado, oficialmente y por escrito,
el fin de las sesiones de rehabilitación. En
el escueto informe, emitido a efectos judiciales, se
podía leer: "paciente recuperado, en fase
de normalización, resultado muy satisfactorio,
buena integración familiar, grupal, social y
cultural. Se recomienda deporte substitutivo basado
en las extremidades inferiores".
Entre carcajadas agrias,
Martín relataba el informe a los amigos de barra
de bar, palabra por palabra, y cuando llegaba a lo de
las extremidades inferiores, hacía un gesto maquinal,
señalándose obscenamente la entrepierna.
Marta le invitó
al aniversario de boda, quizás para evitar el
recuerdo de la tragedia, que Martín celebró
también, a su modo, con una buena borrachera.
Había pasado un año, pero, en la fiesta,
Martín aún contaba que usaba las extremidades
inferiores, ...que eran tres, decía en broma.
Luego, como todos, bebió más de la cuenta,
y ya entrada la madrugada, cuando los amigos se dirigían
en pequeños grupos a la discoteca de la pequeña
ciudad, Martín se encontró de manos a
boca con Antonio, el del sindicato.
Cruzaron un saludo frío,
Antonio avanzó rápido, pero Antonio le
paró:
-Martín, ya sabes
que sale el juicio. Cómo no has hablado con el
sindicato
, creo que te la van a jugar. Pregunta
por ahí de qué pie cojea el abogado que
te has buscado. Te va a vender por un plato de lentejas.
-¿El juicio? ¿Qué
te importa a ti el juicio? ¿Y qué sabes
tú de mi abogado?- contestó Martín,
apretando los dientes.
-
Que hace unos días
cenó con el patrón, eso sé,
por
ejemplo. Anda, infeliz, mira a ver lo que haces, que
igual te dejan sin nada. ¡Cuatro perras te van
a dar!
A Martín se le
subió la sangre a la cara, apretó su único
puño y se lanzó contra Antonio, que lo
detuvo con facilidad.
-A ver lo que hacéis
con éste -advirtió Antonio al grupo de
amigos, desafiante-, el día menos pensado va
a tener un disgusto. No se puede andar así por
la vida.
Los amigos rodearon a
Martín y luego, le acompañaron a casa.
No iban a ir a la discoteca. No había nada que
celebrar. Marta y su marido, los dos, le besaron al
despedirse.
-Es una vergüenza.
Al pobre hombre le han dejado sin brazo y con 18.000
euros, tres kilos, una miseria -repetía a todo
el mundo Marta.
En la fábrica, la noticia del fallo del juez
produjo un escándalo, pero nadie quería
hablar de ello. El abogado de Martín no había
podido demostrar la responsabilidad de la empresa: la
operación en la que se accidentó Martín
no estaba contemplada en el reglamento. En realidad,
como argumentó el abogado de la empresa, el trabajador
se extralimitó, incumpliendo las normas de seguridad,
por lo que sólo podía aplicársele
el beneficio de la póliza de seguros suscrita
por el conjunto de trabajadores que hacía años
había constituido una mutua laboral. Como no
se apreciaba temeridad ni otros agravantes -el abogado
dijo no querer recordar que la noche anterior Martín
había estado bebiendo-, la empresa quería
ser indulgente: el accidentado percibiría una
cantidad suplementaria por la baja laboral.
Quienes acudieron al juicio
recordaban la declaración del patrón,
don Ángel, que repetía que Martín
era como un hijo, que quería lo mejor para él,
que le recordaba siempre lo importante que era estudiar
y que incluso él mismo le apercibió alguna
vez del peligro que corría cuando operaba en
la maquina
con el fin de salir antes del trabajo.
Los testigos tuvieron
que reconocer que cada día se lo advertían.
Incluso Marta tuvo que declarar lo mismo a preguntas
del abogado de la empresa, que le obligó a contestar
sólo con un sí o un no. Ante las violentas
palabras de la amiga, el abogado dijo que todo era subjetividad
propia de la amistad que mantenía con el accidentado
y que no debía constar en el acta. Sólo
el sí o el no.
-¿Es cierto que
usted reprendía a don Martín Escalante
cuando limpiaba el eje de la máquina sin observar
las medidas de seguridad previstas? Responda sí
o no.
Marta se daba cuenta de
la trampa, pero no podía hacer nada. Cuando terminó
su declaración salió de la sala para que
nadie la viera llorar. O sea que el culpable es Martín,
se repetía una y otra vez.
Del juicio oral, de las
pruebas, de las declaraciones de las partes, de los
indicios contrastados y de las propias palabras del
accidentado, se infería -recordó el juez
al leer la sentencia- "que la irresponsabilidad
de los trabajadores produce graves perjuicios a sí
mismos que redundan en la actividad productiva y, a
su vez, en la desregulación de los servicios
sociales sobrepasados en sus prestaciones reconocidas
en convenios recurrentes que obligan a respetar las
normas de seguridad a la vez que establecen cursillos
sufragados por el erario público entre otras
medidas de formación y práctica continuada
de la seguridad en el puesto de trabajo según
previenen los decretos que se refieren
",
etcétera. Leída así la sentencia,
sin pausas ni inflexiones, Martín apenas entendió
la argumentación del juez, pero sí Marta.
En cuanto llegó a la fábrica, buscó
a Antonio.
Lo encontró en
su despacho de representante sindical, un cuartucho
empapelado con atractivos carteles en los que dominaba
el color rojo, entre ellos uno con la proclama "Trabajador,
los accidentes son un precio que no tienes que pagar.
Denuncia la inseguridad en el puesto de trabajo".
Marta ni saludó. Apretando los dientes, se quedó
mirando el cartel.
-Ya te dije..., él
tenía que haber dado el primer paso -le dijo
Antonio en voz baja.
Marta se abalanzó sobre el sindicalista, le agarró
por las solapas y le arrastró fuera del despacho.
Había treinta metros hasta la máquina
donde se accidentó Martín, pero Marta,
sin soltar a su presa, fue avanzando hacia ella a lo
largo de la nave. Antonio tenía delante una mujer
fuera de sí, capaz de todo, y detrás,
un cortejo cada vez más numeroso de trabajadores
que dejaban el trabajo y seguían a la pareja,
adivinando el final. Frente a la vieja máquina,
Marta empujó a Antonio contra el pilar, justo
al lado del estante donde todavía se veía
el botiquín con la cruz roja. A una señal
de Marta, el nuevo operario que atendía la máquina
empezó a desbrozar restos de cuero negros y grasientos...
-¿Sabes quien hacía
esto hace un año? -le preguntó Marta.
El joven no contestó.
Se acercó a Marta y Antonio. Sin alzar la voz,
les dijo:
-Ayer pasó por
aquí don Ángel, ya me dijo que tuviera
cuidado... A mí no me pasará.
Sin decir nada, crispada, Marta se dirigió a
la salida a paso rápido. Sentía deseos
de hundir la nave, recordó a Sansón derribando
las columnas del templo... Hecha una furia, se volvió
y dijo a voces:
-¡Tres kilos! ¡tres
millones! Eso es todo. Eso es lo que valemos.
Desde entonces, al joven
que ocupa el puesto de Martín todos le llaman
"Tres kilos". Y todos, al pasar junto a él,
cuando le ven limpiando el eje, le dicen:
-Cualquier día
te va a pillar la máquina, Tres kilos. El día
menos pensado
Pero no. A Tres kilos
no le pilló la máquina. Años después,
don Ángel decidió retirar el viejo armatoste,
que fue destinado al museo local del calzado recién
creado por el ayuntamiento. Como la nueva máquina
se manejaba con un par de botones y todo estaba automatizado,
don Ángel solicitó un contrato de minusválido
por el que además recibió una subvención
del gobierno autónomo.
Don Ángel era un
lince. Entre lo que le dio el ayuntamiento por la máquina
y la subvención sacó más que lo
que le costó la indemnización por despido
de Tres Kilos, curiosamente, también 18.000 eurillos,
tres kilos. En lo único que no había
pensado don Ángel era en el minusválido
que le enviarían desde la Oficina de Empleo.
Supo que le faltaba el brazo derecho, pero no cayó
en que era Martín hasta que no había remedio.
-No hay Dios que se atreva
a rechazar a un minusválido enviado por los de
la Oficina de Empleo -les decía a sus íntimos-.
Manda güebos, tienes una empresa, la levantas con
tu sacrificio día a día, y luego te das
cuenta de que aquí manda todo el mundo menos
tú, los sindicatos, el gobierno, la inspección
de trabajo,
y encima tú eres el malo, claro.
Habrá que ver cómo se estará riendo
el manco, y encima ha terminado la carrera, ahora es
ingeniero
¡cualquiera le tose!
Pero Martín, de
nuevo en su puesto, no se reía.
-No está mal, tres
kilos y además, los dos brazos -decía
cínicamente a los compañeros, recordando
la coincidencia de las indemnizaciones-, tres kilos
por despido, tres kilos por dejarse un brazo
Aquí
vale todo tres kilos.
Marta pasó junto
a él al acabar la jornada y, con una sonrisa
de satisfacción, le dijo:
-Así que llegas
y nos dejas, Martín. Ya sé que te van
a dar un curro de jefe en la multinacional.
-
¿de jefe?,
de jefe de tribu, ja, ja -se guaseó Martín
antes de recordar a su amiga que el nuevo puesto era
sólo de comercial y que seguramente el sueldo
sería de
tres kilos al año-. Estos
japoneses, fíate tú de estos japoneses
,
tres kilos también, ¡tres kilos!
-Sí, pero de comercial
en un despacho y con una secretaria,
claro que
será japonesa -bromeó Marta, zumbona-.
Y tres kilos para empezar
, ya verás luego.
Siempre has tenido buena cabeza.
-Cabeza sí, pero
no sé donde tengo el brazo derecho -replicó
Martín, guiñando un ojo a su vieja amiga.
-Yo sí lo sé,
todos lo sabemos, Martín. Hace mucho tiempo que
nosotros lo sabemos todo. Nosotros, nuestros abuelos,
nuestros padres.
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