Fábula Nº 22, p. 26
El piso era minúsculo, tres habitaciones pequeñas:
una cocina, un dormitorio, y otro cuarto para estar,
que era sobre el que se abría a la puerta de
la calle; pero a ella la sobraba, como la había
sobrado siempre, y mucho más ahora que estaba
sola, aunque muchos días le parecía
que no lo estaba, y que su hijo que estaba en el trabajo
volvería para la hora de la comida. No podía
pensar que ya nunca volvería, aunque lo sabía
perfectamente, y desde que se despertaba a las cinco
de la mañana ya había rezado por él
y luego había ido a misa de siete, y al salir
de allí, pasaba algunos días a comprar
un trozo de hueso de jamón para un caldo, que
era lo que más le gustaba a su hijo, como había
gustado a su padre, y ahora era la base de su dieta,
juntamente con las naranjas o el queso.
No necesitaba más, salvo una bombona de gas
de vez en cuando, que le servía para la cocina
y la calefacción, aunque la encendía
muy poco, primero porque tenía que ir con cuidado
de no gastar demasiado, entre la una y la otra; pero
también porque tenía miedo de que algún
día, en algún descuido suyo, explotase,
y con solo pensar que podía hacerlo y llevarse
tantas vidas humanas por delante, se la pasaba el
frío muchos días. Aunque en alguna ocasión
no tenía más remedio que encenderla,
como hoy en que tenía un aviso de que iban
a ir a visitarla los de la Tercera edad del Ayuntamiento,
y ya era la segunda vez que venían este año.
De manera que a las nueve de la mañana ya estaba
toda la casa y cada cosa que había en la casa
perfectamente limpias, y relucientes incluso, como
era el caso del frutero de cristal azul que tenía
encima de un patiño sobre la camilla, o las
tazas y las dos jarritas de china que tenía
sobre el pequeño aparador, y faltaba una porque
su hijo, cuando era muy pequeño, la había
roto al tratar de cogerla aupado en una silla. Le
había dado un par de azotes, pero luego, en
este tiempo que él ya no estaba ni se había
atrevido durante mucho tiempo a poner allí
el juego; aunque, más tarde, la parecía
que ese plato descabalado la consolaba, y puso sobre
él un cabo de vela, que algunas noches encendía
mientras se bebía el caldo o se tomaba un quesito
como en compañía. Luego daba gracias
a Dios por aquel sustento, le pedía que la
llevase pronto a ella donde estaba su hijo, y eso
la consolaba. Pero, aunque esa mañana ya había
sacado el juego de china de los japoneses para ponerle
en el aparadorcillo, de repente decidió no
poner allí el plato descabalado y solitario.
- ¿A cuento de qué? Ellos vienen a lo
que vienen, y no tengo por qué darles discuentos
de mi vida – dijo en voz alta, como muchas veces
la sucedía.
Pero esta vez, cuando alzó la cabeza se encontró
con que estaba allí su vecino el señor
Andrés, que la pidió excusas por haber
entrado sin que ella diese su permiso porque no había
contestado, pero en vista de que había dejado
la puerta abierta le extrañaba y entró:
pero que sólo quería saber si le podía
prestar una bolsa de té para su mujer, a la
que nada más levantarse se la había
revuelto el estómago. Y luego preguntó:
- ¿Y a qué hora cree usted que vendrán
los del Ayuntamiento a preguntarnos?
- Cuando les parezca. Ellos son los dueños
y señores.
Él contestó que no dijera eso, que ahora
estábamos en una democracia, y ya
se sabía que no era verdad que todos éramos
iguales, pero era lo que había que decir y
buena gana había de singularizarse. Y ella,
que ya volvía con la bolsita de té dijo
que enseguida pasaría a ver lo que la ocurría
a su mujer, que no sería nada, y que el té
efectivamente, sentaba muy bien. Y lo cierto fue que
a ella la dio tiempo en ir a ver a la mujer del señor
Andrés, a la que ya se la había pasado
el malandrín, en volver y estar un rato de
parleta con un vendedor de libros que quería
que ella comprase a toda costa un libro de cocina
tradicional y moderna, y luego una parleta más
corta con dos mormones que ella creyó, al abrir
la puerta, que eran como de una funeraria, aunque
se extrañó un poco de que llevasen cada
uno de ellos como un libro de misa bajo el brazo;
o de algún Banco o del Ayuntamiento mismo,
que ahora todos vestían como de boda o funeral,
o a lo mejor sería el uniforme de empleados
de los que mandaban.
Pero estos se prestaron más tarde, cuando ella
ya había acabado de comer en la cocina, fregado,
y acomodando los platos y la cazuelilla en los vasares,
aunque de todos modos, cerró la puerta para
que no se viese la cocina desde donde se sentarían,
y salió abrir la del piso en cuanto llamaron.
Y eran dos, un hombre y una mujer como de edad media
pero tirando a jóvenes y se presentaron, él
como funcionario de Área Social y ella como
psicóloga.
- ¿Y saben ustedes lo primero que preguntaron?
– contó ella luego – Pues me preguntaron
si era feliz.
Y había sido lo primero y lo último,
porque todo había ido por un igual;
preguntas y más preguntas sobre la salud, los
ingresos, si leía, como pasaba los ratos de
ocio, que pensión cobraba, si dormía
bien o tenía ansiedades y sabe Dios que más,
y ella les dijo lo que se la vino a la boca en cada
caso, y en paz. Pero, cuando empezaron con lo de la
calidad de vida, de sí tenía televisión
y sobre todo al final de sí participaba en
los servicios que tenía el Ayuntamiento para
la Tercera Edad, como viajar, ir de vacaciones, o
a los espectáculos que se celebraban, ella
se había dicho que ya estaba bien, y había
contestado que, agradeciéndoselo mucho al Ayuntamiento,
no necesitaba nada de todo eso.
-¿Y no le parece que no es vida estar aquí
encerrada entre cuatro paredes?
Ella no contestó, y entonces la psicóloga
la preguntó que si no la gustaría mucho
más vivir en un piso moderno con jardines,
cenadores, y piscina y de todo; y a esto respondió
que sí, y con mucho menos se conformaba, pero
que eso estaba fuera de sus posibilidades.
- Pues el Ayuntamiento – dijo el señor
de lo social – ya ha pensado en esa
posibilidad para usted. Pero ella no le dejó
continuar, sino que se puso a seguir la frase diciendo
que ella se suponía muy bien lo que había
pensado el Ayuntamiento, y era que ellos los de esta
casa vieja del centro se fueran y luego acudieran
a un sorteo, entre cuatro mil o más como ella,
a ver si les tocaba un piso nuevo, en donde Cristo
dio las tres voces y nadie le oyó, y que además
mucho o poco tenían que pagárselo.
- ¿Y a usted quien le ha dicho esas tonterías?
Usted no tiene educación política ciudadana,
y no puede entender. Nuestro partido cumple lo que
dice.
- ¡Pues será así, como ustedes
me cuentan y yo me alegro de ello! – contestó
ella.
Pero ya se cerró en banda, y viendo ellos que
ni hablaba, ni parecía escuchar, y que no sólo
se negó a firmar para lo de la Tercera Edad,
sino que les dijo que ella estaba ya en la Cuarta
Edad y, por lo tanto no la correspondía, se
enfadaron bastante, y se marcharon, asegurando que
con ella era imposible, pero que todos los mayores
entre los demás vecinos habían firmado.
- Nosotros sí firmamos – dijo luego el
señor Andrés. Nos pusieron la cabeza
como un bombo, y firmamos. ¿Y ahora qué
va ser de nosotros?
- Pues lo mismo que de mí: nada. Nos echarán
y nos llevarán a donde quieran, o
a las residencias, y ya está. O no nos echarán
si no les conviene, y vendrán otra vez con
otra embajada, porque ahora, como estamos en la democracia,
recibimos más embajadores y embajadas que los
reyes, señor Andrés.
Y ya dijo que ella, por lo pronto, se iba a sentar
a la camilla a dar cabezada de todos los días,
que ya se la habían retrasado bastante los
de la Tercera Edad, y a lo mejor hasta soñaba
con ellos.