Universidad de La Rioja  
   
 
             
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Servicio de Publicaciones
Fábula. Revista literaria
Asociación Riojana de Jovenes Escritores y Artistas
ISSN: 1698-2800

   Información
   Historia de la revista
   
Sumarios

CUENTO DE AHORRO
(último cuento en pesetas)

Bernardo Sánchez Salas

Fábula Nº 22, p. 29

A la “ventanilla de cuentos corrientes” de . Poncela

Todo lo que este hombre dejaba de gastarse lo iba sumando. Llevaba consigo una libretita de ahorro y si, por ejemplo, veía en el escaparate de una librería un libro que costaba 3.500 pero no se lo compraba, anotaba dicha cantidad en el haber: “más 3.500”. Su economía consistía no en la administración del gasto sino en la ilusión del ahorro.
Este sistema contable le proporcionaba, por un lado, una felicidad continua al constituir todo objeto de compra y, en su defecto, un ingreso a su favor. Visto así, el mundo se le antojaba una fuente inagotable de ingreso. Era su forma de beneficiarse de él y, como digo, así las cosas, era un ser satisfecho que iba engrosando su cuenta a cada paso, haciendo caja en cada parpadeo, rentabilizando cada renuncia a un deseo.
Su sistema era sencillo en teoría, podría resumirse en decir “no”, sumar y seguir, pero le exigió de entrada mucha fuerza de voluntad. Lo fácil es descontar a cambio de adquirir, compensar la pérdida física del dinero con la obtención material de algo; algo que recuerde el valor supuesto de lo perdido, de lo entregado, que justifique aquel desprendimiento: el “empeño” en que, en definitiva, se convierte en cada compra, porque –recapacítese- realmente compramos para salvar la depresión que supone la entrega de una cantidad de dinero, ya sea pequeña o grande. Partimos de una bolsa de monedas que, como los talentos, vamos gastando en dosis: eso es la vida, poder y saber ir vaciando la bolsa, saldar la deuda de partida.
La vida sirve para ir justificando gastos. A su liquidación, se cancela la deuda inicial y naturalmente se muere. La vida consiste en ese tipo de “casa de empeños”. O, al menos, en tales pensamientos se instalaba él, a falta de cualquier otra instalación o acomodo.
Para el trueque tradicional, de ascendente bíblico y ajustado a un fondo monetario internacional, estamos educados, pero para la opción de nuestro hombre no. Su proceder parecía incluso, tendente a cero en todos los sentidos y le costó establecerse con él, que conste, pues hemos sido llamados para ir aflojando y no reteniendo. Y por este lado el coste de la vida, tal y como él lo practicaba, reitero que estaba ahíto y se consideraba afortunado. El producto más nimio redundaba en su balance, aunque fuera en concepto de calderilla. No despreciaba nada, su contabilidad le había hecho generosos y sensible con el valor de las cosas. Le había convertido en un hombre justo que justipreciaba.
Pero también del artículo más ostentoso del más lujoso, del prohibitivo y de beneficio imposible para los demás sacaba él su provecho. Frente a aquellos que podían comprarse un Mercedes, él disfrutaba de la prerrogativa de no comprárselo y al cargo de su precio engrosar la cuenta ahorro: “20.000.000 más hoy”. No se lo compraba y arreglado. Todo eso que se ahorraba. Y suma y sigue. Un crucero por las Islas Griegas estaba, a buen seguro, muy demandado, pero para ser abonado y consumido. En cambio él, renunciando a su contratación y disfrute lo hacia suyo. Inmediatamente sonaba la campanilla de la caja registradora y el crucero caía en el bote, de una manera secreta, invisible, pero contante y sonante: 1.000.000 más para su coleto. Y sin trámites ni papeles: en negro.
Se comprenderá que de este modo le salían los números e iba sobreviviendo. Sus pagos en metálico se limitaban a la compra diaria de comida en un súper – comida es un decir-, gracias a lo cual también se rembolsaba lo suyo, porque privándose de los jamones de Guijelo, de los quesos de Idiazábal y de los Rioja Gran Reserva salía por la célula de la cajera con una pobre bolsa de leche y galletas, su dieta habitual, pero con una cartilla alimentada en unas 100.000 pesetas mínimo, cada vez. Además, vivía solo y no compartía su saldo con nadie, ni le tenía que presentar cuentas a nadie. Era multibillonario a costa de todo.
Lo malo del asunto es que nuestro hombre se volvió muy avaricioso con los años, lo único que, por cierto, se iba descontando inconteniblemente, lo que realmente se le iba cayendo de la bolsa: sus años. Excepto el tiempo, se lo ahorraba todo hasta un punto temerario. Lo que, en un principio, le habría resultado incluso salutífero – abandonó el tabaco al hacer un cálculo de lo que le reportaría cada cigarrillo y, por la misma regla de tres, las grasas, los hidratos de carbono, los chatos de vino y las copas – tomó un derrotero preocupante. Llegó un momento en que empezó a ambicionar no sólo el suelto que costaba el periódico, el ticket de transporte o una entrada de cine – sustituyendo su cuaderno anual de películas por uno de películas no vistas – sino los miles de pesetas que, cada mes, decidió ahorrarse en los recibos de la luz, del agua y del gas, servicios de los que acabó por darse de baja. Para ahorrárselos y sumar.
Los vecinos lo sabían e intentaron hacerle entrar en razón económica, sin éxito. Sólo lograron hablar con él una vez, por teléfono, justo horas antes de que ordenara anular la línea, porque era una pasta, recaudada por otros, no por él.
No era la suya una cuestión de pobreza común. Se sabía que trabajaba en algún sitio, se le suponía una nómina. El presidente de la Comunidad de vecinos realizó varías consultas en los Bancos con la intención de averiguar si disponía de una cuenta corriente o de una hipoteca o si, de existir, tenía problemas de solvencia o estaba embargado. En ningún lado figuraban sus datos. Poco podían imaginar que una de las primeras acciones de este hombre había sido romper cualquier relación con su antiguo banco, regocijado con las cifras que sumaría en concepto de las comisiones ahorradas En general, despreciaba el dinero de mano y estaba convencido de que el mayor interés bancario estaba en prescindir de los bancos. A juicio de este hombre – y así lo dejaría expreso en su última conversación con un sobrino suyo, único vínculo con una familia a la cual fue liquidando en sentido comercial-, el individuo se había resignado a no ganar nada y a – en cambio- dar a ganar siempre a otros. Y eso no podía ser, o mejor dicho, así no podía ser.
El asunto se puso muy feo. Completamente aislado y desalojado, calculaba y calculaba. Deambulaba sólo para sumar. Se adjudicaba sin tasa el valor de todo tipo de bienes. Los ceros sustituyeron a su cadena de ADN. 10.000 más en este, 1.000.000 en lo otro... y suma y sigue. Voraz. Caminaba sin permitirse coger ni el autobús, ni un metro: "...lo han subido los cabrones de ellos, a 20 duros el billete, pues no lo cojo, y 100 más por no cogerlo de aquí al centro y luego tampoco cogeré el que va del centro al Híper, otras 100, pero si además no entro en el Híper la ganancia es incalculable...”. No hablemos de los taxis: un fortunon. Se colocaba en una acera de la Gran Vía, contaba los taxis que pasaban de largo, multiplicaba y se frotaba las manos. Él se creía forrado, cuando lo que estaba era desplumado, vestido por una camisa imaginaria de moneda y timbre.
Es caso fue destapado por casualidad. Un tipo que resultó ser médico paseaba de noche con su mujer y al cruzar por el chaflán de la sucursal del Banco de España vio un despojo humano asomado al interior de un container que quedaba enfrente. El despojo, nuestro hombre, estaba delirando. Metía la mano en el container y a su voz en cuello, manipulando los trozos de basura extraídos como si fueran las bolas de un ábaco, lanzaba contra la fachada del Banco una letanía de guarismos. Cada bolsa de basura atesoraba, en su idea del ahorro, un botín. El montón de detritus suponía para los demás dinero prescindible y escondido, para su vergüenza, en una bolsa de plástico negro evacuada del hogar con nocturnidad; pero esta supuesta obscenidad se tornaba para él luminosa revelación. Como un pirata aplicado, reconstruía cada pieza del botín y le ponía precio de salida. Tetrabricks, latas, cajas, peladuras de frutas, raspas de pescado, de pescado barato pero también del caro...; peritaba la basura y cantaba las cantidades correspondientes, recicladas en su cuenta. Claro está que todo el mundo no iba a perdonárselo y nuestro hombre no estaría en la calle para la campaña de basura de las próximas navidades: su desideratum.
El médico se acercó para interesarse por su estado y logró tomarle el pulso – tarea nada fácil, como se verá- y pudo certificar que el hombre, por lo que se veía y olía, no sólo había suspendido drásticamente pagos en comida, ropa y aseo sino que había empezado a no hacer gasto...cardiaco. Aún podía sumar, quizás para no seguir. Las privaciones lo habían minado como a un hidalgo empobrecido, aunque la paradoja en que vivía –sólo ante los ojos del resto de los sujetos económicos- le hiciera sentirse acaudalado.
En su cuerpo, la solvencia era ya indistinguible de la disolvencia y la liquidez había degenerado en licuefacción. Al médico le llamaron la atención, sobre todo, sus manos, artísticas de contar billetes en el aire. Era, de hecho, el único movimiento que, ya derrumbado por la debilidad suma, podía seguir realizando.
Alos primeros auxilios –que, en medicamentos, si hubiera estado consciente, le hubiera reportado un buen sobresueldo – y el posterior ingreso en el Hospital, al que accedió porque, en su desmayo, aún tuvo tiempo de escuchar que se trataba de un “ingreso”, le siguió una entrevista de la inspección de Hacienda, la correspondiente denuncia y un encausamiento múltiple por fraude fiscal continuado y por rentista indebido delas res extensa. Tras tomarle declaración, fue detenido y finalmente condenado por un jurado popular. Acabó en la cárcel porque- reincidente- se quiso ahorrar la fianza.
Vive encogido en un rincón de su celda. No habla ni se mueve. Los ojos los tiene hundidos y se limita a seguir arañando el aire mientras susurra las decenas, centenas y los miles. Los compañeros de la prisión le apodan “el vampiro”, un vampiro que repasa a cada segundo su economía sumergida, duerme en una “caja B” y se alimenta de dinero negro.

 

Servicio de publicaciones
publicaciones@adm.unirioja.es

Última modificación: 19-07-2017 11:21

pie
Política de privacidad | Sobre este web | © Universidad de La Rioja
Grupo 9 de universidades CRUE Santander Universidades Universia Santander Universidades