Fábula Nº 22, p. 29
A la “ventanilla de cuentos corrientes”
de . Poncela
Todo lo que este hombre dejaba de gastarse lo iba
sumando. Llevaba consigo una libretita de ahorro y
si, por ejemplo, veía en el escaparate de una
librería un libro que costaba 3.500 pero no
se lo compraba, anotaba dicha cantidad en el haber:
“más 3.500”. Su economía
consistía no en la administración del
gasto sino en la ilusión del ahorro.
Este sistema contable le proporcionaba, por un lado,
una felicidad continua al constituir todo objeto de
compra y, en su defecto, un ingreso a su favor. Visto
así, el mundo se le antojaba una fuente inagotable
de ingreso. Era su forma de beneficiarse de él
y, como digo, así las cosas, era un ser satisfecho
que iba engrosando su cuenta a cada paso, haciendo
caja en cada parpadeo, rentabilizando cada renuncia
a un deseo.
Su sistema era sencillo en teoría, podría
resumirse en decir “no”, sumar y seguir,
pero le exigió de entrada mucha fuerza de voluntad.
Lo fácil es descontar a cambio de adquirir,
compensar la pérdida física del dinero
con la obtención material de algo; algo que
recuerde el valor supuesto de lo perdido, de lo entregado,
que justifique aquel desprendimiento: el “empeño”
en que, en definitiva, se convierte en cada compra,
porque –recapacítese- realmente compramos
para salvar la depresión que supone la entrega
de una cantidad de dinero, ya sea pequeña o
grande. Partimos de una bolsa de monedas que, como
los talentos, vamos gastando en dosis: eso es la vida,
poder y saber ir vaciando la bolsa, saldar la deuda
de partida.
La vida sirve para ir justificando gastos. A su liquidación,
se cancela la deuda inicial y naturalmente se muere.
La vida consiste en ese tipo de “casa de empeños”.
O, al menos, en tales pensamientos se instalaba él,
a falta de cualquier otra instalación o acomodo.
Para el trueque tradicional, de ascendente bíblico
y ajustado a un fondo monetario internacional, estamos
educados, pero para la opción de nuestro hombre
no. Su proceder parecía incluso, tendente a
cero en todos los sentidos y le costó establecerse
con él, que conste, pues hemos sido llamados
para ir aflojando y no reteniendo. Y por este lado
el coste de la vida, tal y como él lo practicaba,
reitero que estaba ahíto y se consideraba afortunado.
El producto más nimio redundaba en su balance,
aunque fuera en concepto de calderilla. No despreciaba
nada, su contabilidad le había hecho generosos
y sensible con el valor de las cosas. Le había
convertido en un hombre justo que justipreciaba.
Pero también del artículo más
ostentoso del más lujoso, del prohibitivo y
de beneficio imposible para los demás sacaba
él su provecho. Frente a aquellos que podían
comprarse un Mercedes, él disfrutaba de la
prerrogativa de no comprárselo y al cargo de
su precio engrosar la cuenta ahorro: “20.000.000
más hoy”. No se lo compraba y arreglado.
Todo eso que se ahorraba. Y suma y sigue. Un crucero
por las Islas Griegas estaba, a buen seguro, muy demandado,
pero para ser abonado y consumido. En cambio él,
renunciando a su contratación y disfrute lo
hacia suyo. Inmediatamente sonaba la campanilla de
la caja registradora y el crucero caía en el
bote, de una manera secreta, invisible, pero contante
y sonante: 1.000.000 más para su coleto. Y
sin trámites ni papeles: en negro.
Se comprenderá que de este modo le salían
los números e iba sobreviviendo. Sus pagos
en metálico se limitaban a la compra diaria
de comida en un súper – comida es un
decir-, gracias a lo cual también se rembolsaba
lo suyo, porque privándose de los jamones de
Guijelo, de los quesos de Idiazábal y de los
Rioja Gran Reserva salía por la célula
de la cajera con una pobre bolsa de leche y galletas,
su dieta habitual, pero con una cartilla alimentada
en unas 100.000 pesetas mínimo, cada vez. Además,
vivía solo y no compartía su saldo con
nadie, ni le tenía que presentar cuentas a
nadie. Era multibillonario a costa de todo.
Lo malo del asunto es que nuestro hombre se volvió
muy avaricioso con los años, lo único
que, por cierto, se iba descontando inconteniblemente,
lo que realmente se le iba cayendo de la bolsa: sus
años. Excepto el tiempo, se lo ahorraba todo
hasta un punto temerario. Lo que, en un principio,
le habría resultado incluso salutífero
– abandonó el tabaco al hacer un cálculo
de lo que le reportaría cada cigarrillo y,
por la misma regla de tres, las grasas, los hidratos
de carbono, los chatos de vino y las copas –
tomó un derrotero preocupante. Llegó
un momento en que empezó a ambicionar no sólo
el suelto que costaba el periódico, el ticket
de transporte o una entrada de cine – sustituyendo
su cuaderno anual de películas por uno de películas
no vistas – sino los miles de pesetas que, cada
mes, decidió ahorrarse en los recibos de la
luz, del agua y del gas, servicios de los que acabó
por darse de baja. Para ahorrárselos y sumar.
Los vecinos lo sabían e intentaron hacerle
entrar en razón económica, sin éxito.
Sólo lograron hablar con él una vez,
por teléfono, justo horas antes de que ordenara
anular la línea, porque era una pasta, recaudada
por otros, no por él.
No era la suya una cuestión de pobreza común.
Se sabía que trabajaba en algún sitio,
se le suponía una nómina. El presidente
de la Comunidad de vecinos realizó varías
consultas en los Bancos con la intención de
averiguar si disponía de una cuenta corriente
o de una hipoteca o si, de existir, tenía problemas
de solvencia o estaba embargado. En ningún
lado figuraban sus datos. Poco podían imaginar
que una de las primeras acciones de este hombre había
sido romper cualquier relación con su antiguo
banco, regocijado con las cifras que sumaría
en concepto de las comisiones ahorradas En general,
despreciaba el dinero de mano y estaba convencido
de que el mayor interés bancario estaba en
prescindir de los bancos. A juicio de este hombre
– y así lo dejaría expreso en
su última conversación con un sobrino
suyo, único vínculo con una familia
a la cual fue liquidando en sentido comercial-, el
individuo se había resignado a no ganar nada
y a – en cambio- dar a ganar siempre a otros.
Y eso no podía ser, o mejor dicho, así
no podía ser.
El asunto se puso muy feo. Completamente aislado y
desalojado, calculaba y calculaba. Deambulaba sólo
para sumar. Se adjudicaba sin tasa el valor de todo
tipo de bienes. Los ceros sustituyeron a su cadena
de ADN. 10.000 más en este, 1.000.000 en lo
otro... y suma y sigue. Voraz. Caminaba sin permitirse
coger ni el autobús, ni un metro: "...lo
han subido los cabrones de ellos, a 20 duros el billete,
pues no lo cojo, y 100 más por no cogerlo de
aquí al centro y luego tampoco cogeré
el que va del centro al Híper, otras 100, pero
si además no entro en el Híper la ganancia
es incalculable...”. No hablemos de los taxis:
un fortunon. Se colocaba en una acera de la Gran Vía,
contaba los taxis que pasaban de largo, multiplicaba
y se frotaba las manos. Él se creía
forrado, cuando lo que estaba era desplumado, vestido
por una camisa imaginaria de moneda y timbre.
Es caso fue destapado por casualidad. Un tipo que
resultó ser médico paseaba de noche
con su mujer y al cruzar por el chaflán de
la sucursal del Banco de España vio un despojo
humano asomado al interior de un container que quedaba
enfrente. El despojo, nuestro hombre, estaba delirando.
Metía la mano en el container y a su voz en
cuello, manipulando los trozos de basura extraídos
como si fueran las bolas de un ábaco, lanzaba
contra la fachada del Banco una letanía de
guarismos. Cada bolsa de basura atesoraba, en su idea
del ahorro, un botín. El montón de detritus
suponía para los demás dinero prescindible
y escondido, para su vergüenza, en una bolsa
de plástico negro evacuada del hogar con nocturnidad;
pero esta supuesta obscenidad se tornaba para él
luminosa revelación. Como un pirata aplicado,
reconstruía cada pieza del botín y le
ponía precio de salida. Tetrabricks, latas,
cajas, peladuras de frutas, raspas de pescado, de
pescado barato pero también del caro...; peritaba
la basura y cantaba las cantidades correspondientes,
recicladas en su cuenta. Claro está que todo
el mundo no iba a perdonárselo y nuestro hombre
no estaría en la calle para la campaña
de basura de las próximas navidades: su desideratum.
El médico se acercó para interesarse
por su estado y logró tomarle el pulso –
tarea nada fácil, como se verá- y pudo
certificar que el hombre, por lo que se veía
y olía, no sólo había suspendido
drásticamente pagos en comida, ropa y aseo
sino que había empezado a no hacer gasto...cardiaco.
Aún podía sumar, quizás para
no seguir. Las privaciones lo habían minado
como a un hidalgo empobrecido, aunque la paradoja
en que vivía –sólo ante los ojos
del resto de los sujetos económicos- le hiciera
sentirse acaudalado.
En su cuerpo, la solvencia era ya indistinguible de
la disolvencia y la liquidez había degenerado
en licuefacción. Al médico le llamaron
la atención, sobre todo, sus manos, artísticas
de contar billetes en el aire. Era, de hecho, el único
movimiento que, ya derrumbado por la debilidad suma,
podía seguir realizando.
Alos primeros auxilios –que, en medicamentos,
si hubiera estado consciente, le hubiera reportado
un buen sobresueldo – y el posterior ingreso
en el Hospital, al que accedió porque, en su
desmayo, aún tuvo tiempo de escuchar que se
trataba de un “ingreso”, le siguió
una entrevista de la inspección de Hacienda,
la correspondiente denuncia y un encausamiento múltiple
por fraude fiscal continuado y por rentista indebido
delas res extensa. Tras tomarle declaración,
fue detenido y finalmente condenado por un jurado
popular. Acabó en la cárcel porque-
reincidente- se quiso ahorrar la fianza.
Vive encogido en un rincón de su celda. No
habla ni se mueve. Los ojos los tiene hundidos y se
limita a seguir arañando el aire mientras susurra
las decenas, centenas y los miles. Los compañeros
de la prisión le apodan “el vampiro”,
un vampiro que repasa a cada segundo su economía
sumergida, duerme en una “caja B” y se
alimenta de dinero negro.